Con Francofonía, Sokurov se postula para el palmarés con su reflexión sobre la inmortalidad del arte
05 sep 2015 . Actualizado a las 05:00 h.
Escribo con el sonido de fondo de la furia de los paparazi, que asustan a un Johnny Depp, incómodo en el photo-call, con americana verde pistacho y algo pasado de peso. Digo lo del físico no por ponerme estupendo sino porque atañe directamente a la película que presenta, Black Mass. Es inevitable contemplar en ella a Depp, que encarna a un gangster irlandés que colabora con el FBI, y recordarlo en la obra maestra de Mike Newell, Donnie Brasco, en donde era agente doble infiltrado en la mafia. La herida del tiempo, sin posible sutura. De un delator a otro, sobre el actor han caído casi veinte años. Y, lo que es peor, un deslizamiento de su carrera hacia la caricatura, con esa extraña autoinmolación que le lleva a forzar papeles como de disfraz de carnavales o de bufón de parque de atracciones. Johnny Depp: fue el último amigo y heredero emocional de Brando.
Lo veo ahora en Black Mass, de nuevo metamorfoseado como un mecano, con ojos postizos de Paul Newman y rostro del Jim Carrey de La máscara. Semeja salido de Dick Tracy. Esta autodestructiva entrega de Depp a la mascarada no ayuda a creerme su personaje de rey del crimen en Boston, ciudad que parece la Sodoma de este festival, aún en la retina la pederastia sacerdotal de Spotlight. Creo que al margen de los grotescos maquillajes, Black Mass nunca llega a funcionar por razones de fondo: describe el ascenso y caída de un psicopático gángster sin mellar ni un milímetro su personalidad. Es imposible empatizar u horrorizarse con su reguero de sangre porque la frialdad del film de Stuart Cooper es más propia de crímenes de museo de cera que de crónica negrísima. Las implicaciones del FBI, el rol del asesino insider, la rivalidad entre irlandeses e italianos, todo ese material apetecible, lo aplana y sepulta un guion maquinal y un ritmo pusilánime. Es Black Mass un film fondón, tanto como, ¡ay!, el actor que un dia fue Johhny Depp hasta que se cansó de si mismo.
A la competición llegó un peso pesado, esta vez en el mejor de los sentidos. Aleksandr Sokurov ya ganó aquí León de Oro en 2011 con Fausto. En Francofonía propone un sensacional artefacto que reivindica la inmanencia de la cultura como valor universal, a través de la emotiva alianza de dos enemigos, el director del Museo del Louvre, Jacques Jaujard, y el oficial nazi que ocupó el museo cuando París se desvaneció en la noche y la niebla del colaboracionismo de Vichy. Hay en Francofonía latigazos al mito francés de la Resistence y brotes de humor a costa de un Napoleón egomaníaco finalmente reivindicado o de una Merkel que ha puesto de moda a la mujer sin curvas. Es obra de alta estirpe en su discurso y en su forma, merecedora de premio seguro.
La francesa Marguerite, de Xavier Giannoli, es farsa de argumento insólito ?la historia real de la peor cantante de ópera de la Historia- a la que hay que agradecer momentos de comicidad homérica. Y no solo eso. Más allá de la charlotada, Gianolli construye un rico coro de personajes que rodean a esta cantante calva, algo así como una Ed Wood del bel canto, emparentada la Marguerite de Gianolli con el excelente film de Tim Burton, en el que Johnny Depp ya se travestía, con jersey de angorina, pero entonces aún con amor y con arte.