«Escribiría sin tener un solo lector», afirma el autor de «Cocodrilo», quien lamenta ser de «un país loco y mentiroso, un peligro para el mundo»
02 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.Abomina de Estados Unidos, su país natal, donde no piensa volver a vivir. Echa pestes de las redes sociales y le importan un comino las ventas de sus libros y los lectores. Pero sobre los hombros de David Vann (Alaska, 1966) pesa la responsabilidad de ser el nuevo William Faulkner. Se le compara con Herman Melville y Corman McCarthy y ya se espera de él la gran novela americana. Sin embargo, el autor de Sukkwan Island -obra por la que se le conoció en España, donde fue editada por el sello libro Alfabia- va a lo suyo y se mira en el peculiar espejo de Raymond Carver, quien es tenido por el padre del realismo sucio estadounidense y nexo clave con Antón Pávlovich Chéjov (que tan benéfica prole tuvo en América). Precisamente, su primer libro -que noveliza su trágica infancia marcada por el suicidio del padre y no tuvo eco inicial alguno en su país- recibió el modesto premio Grace Paley, que recuerda a una escritora neoyorquina autora de exquisitos cuentos chejovianos.
«Escribo para mí y seguiría si no tuviera un solo lector», asegura un risueño Vann, que regresa con Cocodrilo (Random House, en cuyo catálogo está el grueso de su obra). Es el penúltimo descenso a los infiernos del descarnado autor de Caribou Island, La leyenda del suicida o Tierra. «Tras cinco años de silencio tuve que reaprender a escribir», confiesa Vann, que ofrece su novela al lector español antes que en cualquier otro idioma. Si la culpa por el suicidio de su padre fue el motor de su obra más famosa, ahora recurre sin tapujos a otro episodio de su vida para contar cómo el barco con el que trató de ganarse la vida alternando navegación y clases de escritura creativa, el Grendel, quedó varado y fue casi desmantelado en Puerto Madero, Chiapas.
Un infierno dominado por el narcotráfico, la delincuencia, la miseria y la corrupción «en el que estuve a punto de perder la vida». La peripecia para recuperar la nave es el alma de esta tragedia trufada de humor. «No inventé nada. Fue una locura terrible y divertida. Sobreviví de milagro a piratas, narcos, policías corruptos, ladrones y prostitutas en la miseria más absoluta». Todos trataron de estafarle y sacarle sus escasos dólares. «Tanto, que me llamaron el cajero automático. Me convertí en un ser ficción para ellos», rememora divertido. «Era un paraje durísimo. Volví diez años después y todas las personas que conocí, salvo una, habían muerto», relata sin perder la sonrisa.
No es Vann, en modo alguno, piadoso con su país. Hace tiempo que puso tierra de por medio. Vive a caballo entre Nueva Zelanda e Inglaterra y no piensa volver. «No me gusta Estados Unidos y no volveré jamás. Es un país loco, violento y fuera de control. Luché durante años sin éxito contra el uso de las armas y su lobby, que causa más de 12.000 muertes al año, pero ellos ganan siempre», se duele.
Falsa bondad
«Los americanos creen en su bondad, que su país es una fuerza del bien y de la democracia para todo el mundo, cuando es todo lo contrario. Es un peligro para el resto del mundo que desestabiliza de manera irresponsable», lamenta. «Ni las armas en casa ni el ejército lo hacen más seguro. Las grandes corporaciones no están para ayudarnos, y tampoco somos ciudadanos ejemplares desde el punto de vista medioambiental», arguye. «Estados Unidos es un país de grandes mentiras», remacha. Como su admirado García Márquez -«una influencia muy real en este libro», anota-, cree Vann que Latinoamérica ha sido el prostíbulo para Estados Unidos. «Compra la droga a México y vende a los narcos armas más potentes que la propia policía. Es terrible», asegura.
«Mi obsesión es el paisaje, que es mi hogar, y el personaje, pero la literatura ha de tener subtexto». Es el consejo recurrente de Vann para sus alumnos y futuros escritores. Todo lo contrario de lo que ocurre en las redes sociales, que también deplora el narrador, aun sabiendo que esta actitud no es ventajosa para su proyección. «No hay nada en la redes sociales, son horribles y vacías. No quiero saber qué ha almorzado alguien. Prefiero leer una novela», dice. Cuenta Vann que le echaron de Facebook hace un años. «Y me alegra. Me encanta que esa mierda vaya muriendo y desaparezca de mi vida, aunque sea un poco estúpido por mi parte», confiesa. «Hay millones de personas que creen que leen algo y se enfrentan al vacío. Perdemos la capacidad de leer literatura», concluye.
Los libros y la vida
Los libros son para Vann «más importantes que la vida». «Me preocupan más que mi relaciones con mi familia; más que yo mismo, o lo que se piense de mí. La vida es decepcionante y solo se hace interesante en la escritura», argumenta. «Durante 22 años no tuve lectores. Trabajé en La leyenda del suicida de los 19 a los 29, sin dinero y sin pensar en el lector. Cuando escribo no imagino al lector. Escribo para mí y trato de describir la belleza con un material desconcertante», dice. «Escribo tragedias de inspiración griega; soy un clásico que hace lo mismo que se ha hecho en los últimos 3.000 años», resume. La literatura ha sido «más que terapéutica» para Vann, que ha conjurado los demonios de una familia marcada por la locura que acumula cinco suicidios. Diferentes productoras trabajan ya sobre La leyenda del suicida, Caribou Island, y Aquarium, pero Vann sueña con que un director y un productor español lleven a la pantalla Cocodrilo, «en español, por supuesto».