
Una exposición revela la influencia del artista francés en las vanguardias
21 nov 2015 . Actualizado a las 05:00 h.Ingres. Con tan austero título, sin adjetivos, el Museo del Prado presenta una exposición sobre un autor francés poco conocido aquende los Pirineos -por los avatares de la historia, no está presente en las colecciones públicas españolas- y en general mal valorado, en ocasiones tenido por un artista de pincelada gélida, academicista. Son precisamente tales prejuicios los que este proyecto monográfico, que cuenta con el patrocinio de la fundación AXA, viene a desmontar para situar a Jean-Auguste Dominique Ingres (Montauban, 1780-1867) en la centralidad del gran arte europeo. Porque si es cierto que el pintor parte de una sólida formación neoclásica -fraguada en el taller de Jacques-Louis David-, su tranquila pero revolucionaria capacidad de innovación abrirá de algún modo las puertas del arte del siglo XX. No en vano, «protagoniza una aventura de creación de una originalidad excepcional», recuerda Vincent Pomarède, uno de los más importantes especialistas en la plástica de Ingres, responsable del departamento de pintura decimonónica francesa en el Louvre y comisario de la muestra, y que explica cómo Matisse y, sobre todo, Picasso sentían rendida admiración por su trabajo, y cómo su referencia marcará el devenir de sus respectivas producciones.
Esta exposición redescubre la obra de Ingres y acaba con algunos tópicos que, en buena medida, provienen del mítico enfrentamiento que lo oponía a Delacroix (no se profesaban afecto precisamente, pero la anécdota contribuye a visiones simplistas) y de la poca fortuna que tuvo con sus contemporáneos, que no entendían el camino que tomó. No hay nada de hierático en su pintura, sostiene Pomarède, que desmiente el aspecto de persona seria y solemne académico que ofrece su autorretrato a los 78 años: «Contrariamente a su imagen, no es un artista estático, frío, sino que es un hombre apasionado que busca permanentemente la novedad, aun gestándose su carrera en el neoclasicismo y aceptando que, pese a rechazar el romanticismo, hay trazas de romanticismo y de realismo en sus lienzos».
Ingres amaba el pasado clásico y renacentista, y se nutría abundantemente de sus fuentes, pero, por encima de cualquier preferencia, tenía absoluta devoción por Rafael, y será su influencia la que tamice todos sus aprendizajes. «Fue el último gran discípulo del maestro de Urbino», subrayó Miguel Zugaza, director del Prado, que lo tiene por «el modernizador de la tradición clasicista y el inspirador de las vanguardias del siglo XX no solo en los casos de Matisse y Picasso, sino también Dalí, Man Ray o Picabia».
Evolución del estilo
La exposición, montada con la colaboración de los museos del Louvre y Montauban -al que Ingres legó todo lo que guardaba en su estudio al final de sus días- y que está integrada por más de 60 piezas, quedará abierta al público el próximo martes en el edifico de los Jerónimos hasta el 27 de marzo. El espectador tiene la oportunidad de contemplar al menos una decena de las obras maestras más relevantes del autor, además de asistir a la evolución de su estilo, desde sus años jóvenes a la madurez en que dejó algunos de sus cuadros más fascinantes. Entre los hitos de este recorrido, Edipo y la esfinge, La gran odalisca, La condesa de Haussonville o el fascinante retrato de Louis-François Bertin, un óleo absolutamente moderno.
La muestra confirma la renovación que imprime al retrato y sirve también para disfrutar algunos de los ejemplos más significativos de la sensualidad en la historia de la pintura, como El baño turco, que concluye a los 82 años y pasa por ser un ejemplo fundamental de ritmo pictórico, asombroso y refinado empleo de la luz, sentido de la expresión, erotismo y musicalidad. Aquí comienza, proclama Pomarède, la destrucción y la reconstrucción de la forma que Picasso llevará al límite.