
Hollywood negó el Óscar al actor de «La noche del cazador», una de las miradas más turbadoras del cine
05 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.La palabra amor tatuada en los nudillos su mano derecha. Odio en los de la izquierda. Harry Powell, el aterrador y falso predicador que Robert Mitchum encarnó en La noche del cazador, convirtió en leyenda al indómito actor estadounidense, que habría cumplido mañana cien años. Con su rostro duro y anguloso, fue un sobrio intérprete que sacó petróleo de su inexpresividad y lo fio todo a su turbadora e inquietante mirada. Hollywood le negó el Óscar por su mala vida, pero su rostro llenaba la pantalla. Su hoyuelo del mentón sedujo a la cámara tanto en los papeles de villano como en los de héroe que encarnó en un centenar de películas a lo largo de una desigual carrera de cinco décadas. La fábrica de sueños tardó en explotar un rostro idóneo para los tipos cínicos, escépticos, duros, rebeldes y atormentados protagonistas de algunos de sus mayores éxitos: Retorno al pasado, Cara de ángel y, sobre todo, La noche del cazador, el único filme que dirigió Charles Laughton y que hizo de su demoníaco personaje un icono de la historia del cine.
Boxeador, cantante, compositor y poeta además de actor, supo Mitchum alternar la maldad del criminal con la nobleza de sus crepusculares antihéroes. Nacido en Bridgeport, Connecticut, el 6 de agosto de 1917, tuvo una infancia difícil. Adolescente conflictivo y pendenciero, con doce años fue expulsado de la escuela por pegar al director y con quince se marchó de casa. Se buscó la vida en mil oficios: estibador, minero, dependiente, o portero de cabaré. Detenido por vagabundear, probó suerte como boxeador y libró una treintena de combates en los que forjó su robusto físico y cinceló a golpes su rostro. Su triste e intrigante mirada sería, según algunos, fruto de las lesiones en el ring. Paradigma del actor de reparto, aceptaba sin remilgos los trabajos alimenticios que le proponían los estudios. «Lo que tiene de bueno este trabajo es que empiezas a las nueve de la mañana, acabas a las seis de la tarde, te pagan todos los viernes, te dicen qué debes hacer y qué tienes que decir. Y ya está, eso es todo. No hay más trucos», confesaba.