
El norteamericano dirigió a la Sinfónica con el pianista Joaquín Achúcarro
14 abr 2019 . Actualizado a las 05:00 h.El director de orquesta James Conlon (Nueva York, 1950) es todo lo opuesto al cliché del músico temperamental, egocéntrico. Sus modales corteses y pausados son la manifestación exterior de un proceso de reflexión intelectual que lo ha llevado a concebir la batuta como un vehículo que comunica al compositor y su música con el público. «El ego es el gran enemigo de la interpretación», confirma el norteamericano, que ha visitado A Coruña para dirigir a la Orquesta Sinfónica de Galicia en dos conciertos con el pianista Joaquín Achúcarro. «Debes abrirte por completo a la música y absorber su espíritu», explica Conlon, quien en cada actuación se entrega «al 100 %, física y emocionalmente». «Cuando más entreguemos nuestro ego, mejor será la música. A todos los niveles», añade.
El director ha llegado a una posición en la que podría incurrir en esos divismos al que tanto partido cómico ha sacado una serie como Mozart in the Jungle. Desde que a los 11 años quedó cautivado por una ópera -«en cuatro meses mi vida cambió para siempre», recuerda- ha construido una carrera que lo ha llevado a puestos directivos en la Ópera de Los Ángeles, la Ópera de París o la Sinfónica de la RAI, además de empuñar la batuta como invitado en el Metropolitan, Londres, Viena o Milán. Hace poco dirigió La clemenza di Tito: «El último gran Mozart que me quedaba». Y, sin embargo, su compromiso no se ha reducido ni un ápice. «Cada día dirijo como si fuese la última vez, la última oportunidad. Primero, porque quizá lo sea, nunca se sabe [sonríe]. Y segundo, porque es una responsabilidad muy alta. Es un asunto de vida o muerte. Nadie es perfecto, claro, pero debes aspirar a lo mejor que puedes dar», resume. «Y cada vez que me subo al podio, soy consciente de que quizá haya alguien entre el público de 11 o 90 años, da igual, a quien le puedes cambiar la vida a mejor con una interpretación sincera», explica.
En cambio, con respecto a las otras vidas, las de los compositores, Conlon mantiene dos actitudes distintas. Por un lado, sabe que el contexto biográfico muchas veces es imprescindible para conocer mejor la música. Pone el ejemplo de Shostakovich, cuya Sinfonía n.º 12 en re menor ocupó la segunda parte de su programa con la OSG. «Tienes que entender el contexto cultural y las circunstancias bajo las que vivió en el régimen de Stalin», afirma el director. La recompensa, una visión inédita de la obra del autor ruso. «Al igual que Britten, escribía en código. No podía expresar su opinión sobre el régimen. Estaba asustado y tenía razones para estarlo. Pero a partir de la Quinta sinfonía halló una forma para escribir en dos niveles. Hay uno superficial, que parece una celebración de la revolución, pero, una vez dentro, aprecias el sarcasmo, la ironía», analiza Conlon. «Es como James Joyce: sus múltiples significados no se acaban nunca».
La segunda perspectiva es la que lleva al director a separar al artista de la obra. Es una cuestión que aflora con regularidad en su trayectoria, en la que no hay contradicción entre su labor por difundir la obra de compositores silenciados por los nazis y a la vez interpretar los ciclos de Wagner. «Puedes condenar a la persona y yo condeno a Wagner por muchos motivos, pero no por ello dejo de interpretar su música», razona Conlon. «Es una idea ingenua pensar que todo artista que crea cosas bellas también es un ser humano intachable. Y aquí estamos por la música: ritmo, estructura, armonía. Al final, es de eso de lo que se trata».
«Creo en la música clásica como una fuerza espiritual»
Quizá porque Conlon no se ha olvidado de ese niño que fue que a los 11 años se contagió de la magia de la música, en su carrera ha dedicado una atención especial a la formación de los más jóvenes. Es una cuestión que, a la luz de la tranquila vehemencia con que se expresa, sigue importándole. «Todos los niños deberían ser expuestos a la música lo antes posible y animarlos a disfrutarla», aboga. «Creo en la música clásica como una fuerza espiritual. Aunque vivimos en un mundo donde la mayoría de la gente no lo ve así. Mucha gente se siente intimidada por la música clásica. Pero si llegásemos directamente a los niños la absorberían y formaría parte de su vida», sostiene.
El director recuerda cómo su generación convivió con la música y los instrumentos desde niños. Algo que ya no ocurre y que lamenta profundamente. «En la década de los 80 la Casa Blanca impuso su filosofía, que venía a decir que el Estado no tenía porque sufragar la música en la escuela pública: si querías educación artística, te la tenías que buscar por tu cuenta», recuerda. «Fue un error terrible. El resultado es que los niños de esa época son algunos de los mejores arquitectos, abogados o doctores del país, pero no tienen ninguna relación con la música clásica y es una pena, porque es algo que te humaniza», dice.
Quizá no sea casual que al menos la mitad de la carrera de Conlon se haya desarrollado en Europa. Él es consciente de ello y admite que desde muy joven sintió una pulsión europea: «A veces en mi país creen que es la única nación del mundo, algo muy negativo en términos políticos». Conlon prefiere pensar en otros términos. De hecho, una de la consecuencias de la «aldea global» y su hiperconexión es una progresiva «homogeneidad de estilos y de formas de interpretación» ya que todo está grabado o en YouTube. Algo que tiene «su cara buena y su cara mala». «La pena es que pierdes esa identificación cultural, sobre todo en Estados Unidos, aunque no tanto en Europa».