El filme se estrena este jueves habiendo evitado milagrosamente la amenaza del «spoiler», que hubiera arruinado buena parte de su magia
15 ago 2019 . Actualizado a las 18:16 h.Hace ni siquiera tres meses Érase una vez en Hollywood nació en el festival de Cannes. En ese pase ya legendario un maestro de ceremonias salió al escenario para rogar, «en nombre del señor Tarantino», que la prensa fuese sensible a la fragilidad de la película y mantuviese el secreto, que es el dispositivo que propulsa el filme hacia alturas cenitales. Donde mora solamente el cine transformador. En el tiempo de las redes sociales, aquello me pareció suicida. Como si, en idénticas circunstancias, Hitchcock hubiese lanzando Psicosis pretendiendo que la muerte de Janet Leigh en la ducha del motel no se hubiese filtrado en esos cien días anteriores al lanzamiento mundial en salas.
Pues bien, es de tal calibre la fuerza sensibilizadora de este febril canto al cine que no ha habido un zoquete entre los miles de espectadores de su pase en Cannes que haya osado lanzarse en picado hacia el spoiler. Porque hasta el más cerril de los rapidillos del Twitter asumió que no se puede asesinar una emoción colectiva del calibre de la que genera Érase una vez en Hollywood sin quedar bíblicamente fulminado.
Bienvenidos entonces al Hollywood de los meses previos a la pérdida definitiva de su inocencia. Porque Tarantino se acerca -a través de los dos protagonistas, un actor que conoció breve estrellato y su doble de acción, encarnados por Leonardo DiCaprio y Brad Pitt- al año 1969, en círculos de aproximación a la noche en la que tuvo lugar el caso Tate-La Bianca; esto es, la matanza de la familia Manson con epicentro en el asesinato de Sharon Tate en su chalé de Cielo Drive. Aquello fue un parteaguas macabro que marcó la liquidación de la década de libertad asociada al movimiento hippie y la contracultura. Aquel 9 de agosto, como escribió Joan Didion en uno de los artículos de El álbum blanco, en California terminaron los años 60. E irrumpieron el miedo, la paranoia colectiva y el prohibicionismo. Para no marchar jamás.
Por eso, Tarantino filma ese Hollywood previo al Helter Skelter con el barroquismo feliz de un recuerdo propio de una infancia, la suya propia. Las peripecias del actor en declive y de su doble por los platós de cine donde hay lugar para un encuentro con Bruce Lee van discurriendo en paralelo a la cuenta atrás hacia la masacre. Vemos a una Tate naíf (evanescente Margot Robbie) visualizada por Tarantino como uno de aquellos ángeles rubios todavía no pervertidos por Hitchcock pero que poseían esa misma luz propia de Kim Novak o de Tippi Hedren, nacida de un contrapicado, y que las situaba -etéreas e irreales- un paso por encima del asfalto.
En un momento, uno de los dos antihéroes rompe las líneas de acción paralelas y se entrecruza con la familia Manson. En esa tangente memorable, Brad Pitt recoge en autostop a una de las chicas de la Familia y la traslada a su morada en el fantasmal rancho Spahn. Y ahí la película viaja en un cross-over de géneros prodigioso: del spaghetti western al puro cine de terror, en uno de esos momentos que en el cine de Tarantino preceden a la explosión. Pero aquí se alarga y deriva en otra cosa bien distinta.
Y es que Érase una vez en Hollywood es la obra menos dada al virtuosismo efectista de Quentin Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1963). Y también la de más reducida densidad en cuanto a la tensión brillante de los diálogos. Porque las articulaciones, la musculatura y el alma del largometraje procuran una ambición mucho más profunda. Se encaminan a reivindicar la capacidad original del cine: su fuerza revolucionaria para modificar el curso de la historia.
Y en el cruce final más emotivo del que este cronista guarda recuerdo, firmado por un Tarantino tan poco dado a las emociones, descubrimos que el título de la película no es un homenaje a su querido realizador italiano Sergio Leone sino al cuento mágico, al cine como deus ex machina.
«Qué bello es vivir»
Si hay una obra a la que Érase una vez en Hollywood remite es al filme Qué bello es vivir (1946) de Frank Capra. Supongo que el espectador genuino de aquella película salía de la sala de proyección euforizado porque le habían transformado la realidad hosca que entonces le servía cotidianamente el tiempo de la Gran Depresión. A ese punto nos eleva el autor de Pulp Fiction, trascendiendo Cielo Drive en una nube que nos devuelve a cuando el miedo y la paranoia no se habían apoderado del mundo.