James Franco dirige un film con visos de «maldito», que arranca en los días posteriores al asesinato de Sharon Tate
24 sep 2019 . Actualizado a las 00:28 h.Ya desde que se anunció su presencia en este festival, precedía a Zeroville una bien ganada aureola de película «maldita». De hecho, está producida en el 2014, atropellada por mil accidentes. Y su destino en San Sebastián no ha podido ser más tremebundo. Se le mostró la tarjeta roja a Franco el primer día del festival y se la excluyó del concurso, por haber sido estrenada en salas comerciales de ¡Rusia y Lituania!
Los loopings de Zeroville siguen encadenándose. Porque, precedida de un vapuleo de críticas internacionales, se temía lo peor. Y me sorprendo al encontrar una de esas joyas bruñidas en la imperfección pero destiladas con ese punto febril y apasionado que te anuncia que late en ella el gen del malditismo: el que hará que perdure más allá de sus errores y de sus múltiples descarrilamientos.
Arranca Zeroville justamente en los días de la tragedia del verano del 1969 en Cielo Drive que Quentin Tarantino no habría llegado a tiempo para subvertir. Un grupo de policías sospecha del personaje encarnado por el propio James Franco como probable inductor del Helter Skelter en casa de Sharon Tate. Es el de Franco un loser fastuoso, un outcast cowboy de medianoche que aterriza en Hollywood como un extraterrestre o un ingenuo salvaje, recién salido de un seminario y reconvertido súbito a la religión del cine gracias a una película, Un lugar en el sol, que transforma su vida hasta el punto de haberse tatuado en su calva el beso de Elizabeth Taylor y Monty Clift. La evolución del personaje -al que vemos renacido, reverenciando el clasicismo de John Ford o de Billy Wilder, pero que cae de bruces en el punto de ebullición del Nuevo Hollywood- define la naturaleza de Zeroville: una desencadenada declaración de amor a las dos edades de oro del cine norteamericano, la de los grandes estudios -cuyo ocaso anuncia Gloria Swanson descendiendo las escaleras hacia el más allá- y la de los jóvenes bárbaros que tomaron el poder en el Hollywood contracultural de finales de los 60. Ahí asistimos a la epifanía de James Franco -adiestrado como montador por una maestra del oficio, que trabajo con los clásicos, interpretada por Jackie Weaver- mientras lo sientan a la mesa de los reyes salomón del momento: Coppola, Paul Schrader, Scorsese e tutti quanti. Pero quien le mueve el piso de manera telúrica y sin retorno es Soledad Miranda (reencarnada en Megan Fox), actriz de final trágico que reinó en la serie B de los 60 y a la que se rinde aquí tributo necrofílico -memorable la recuperación de Vampyre Lesbos-, con Miranda como musa de otro Franco, nuestro tío Jess- que remueve la película, la voltea en un giro hacia el frenesí. Zeroville se interna, entonces, en una ruta lisérgica, de amour fou; una espiral de fascinación vampírica por el cine, casi a lo Arrebato. Y apunta -en un camino inverso al de Tarantino- como la realidad modifica el cine y los pobres amantes hallan -en un acto de locura desacomplejada y kitsch- su lugar en el sol. Y sí, es cierto que el filme de Franco es ciclotímico, que pasa de antológicos golpes de humor o guiños cinéfilos de luces largas a resbalones y recosidos que hacen que su ritmo se resienta. Pero ya es mala fortuna que una obra como esta, poseída por el veneno del cine y, hasta ahora, la primera buena noticia de la sección oficial, haya sido expulsada del parnaso de aspirantes a la Concha de Oro. O no; tal vez es la justicia poética más coherente con Zeroville y su poética de la huida de la realidad.
Un Charles Manson irlandés
Parece que la sombra de Charles Manson, en los cuarenta años de sus asesinatos rituales, tiende a ocupar espacios en Hollywood y hasta en los hogares con HBO, donde David Fincher también toca de ese palo. En la irlandesa The Other Lamb, la polaca Malgorzata Szumowska se marca su versión del cine de sectas, con un gurú llamado El Pastor, cuyo look Jesucristo Superstar le vale para sojuzgar a su séquito de sumisas. Szumowska venía de mostrar cierto toque a la hora de abordar insanias psicosomáticas en obras como Mud o Body, que a mí no me ilusionaban demasiado pero que la llevaron a ganar, con la segunda de ellas, un premio a la mejor dirección en la Berlinale. Por eso causa algo de perplejlidad la brocha gorda y el descaro con la que nos sirve en The Other Lamb una suerte de crueldad del amo carismático no solo sádica sino directamente asesina para -en un crescendo de truculencias descarnadas y casi bufas- conducirnos hacia la crucifixión del macho cabrío desorejado. Este cuento de las doncellas, con planificación de auteur superficialmente brillante, tiene mucho delito en su tosca e inmoral gratuidad.
El film de Kazajistán A dark dark man me mete mucho miedo a priori porque guardo recuerdo de cómo su director, Adhilkan, legó a colar hasta en Cannes alguna de sus folclóricas e insufribles ocurrencias. Lo que presenta en San Sebastián es eso, una ocurrencia, pero de 130 minutazos. La búsqueda de un asesino serial de niños en la planicie kazajistaní da para que en la pantalla notemos que quiere haber influencias del cine de paletos salvajes de Bruno Dumont, de los universos irracionales y bizarros de David Lynch o de las denuncias de la corrupción del ruso Andrei Zygantsiev. Qué más da. Podrian ustedes sumar casi al albur nuevos nombres e influencias al patchwork. Así queda todo más cool y los que sufrimos A dark dark man sin titubear ni abandonar la sala no sentimos que en la oscuridad nadie nos oirá protestar.