El fotógrafo Pedro Coll firma un ensayo sociológico sobre la capital cubana en los 6 meses que van del pacto Obama-Raúl Castro al izado de banderas en las embajadas en el 2015
15 nov 2019 . Actualizado a las 22:31 h.Entre el sigilo de Robert Frank en The Americans y el lenguaje agresivo de William Klein en New York. En estas coordenadas, propias de los 50, se mueve la inspiración con la que el fotógrafo menorquín Pedro Coll (Mahón, 1947) encaró La Habana por segunda vez. El fruto del primer abordaje fue El tiempo detenido (1995), libro que mostraba una ciudad que conoció un año antes, un país sumido en la tristeza y en el que la gente vivía aún en la asunción de la caída de la URSS y el deterioro económico. «Era un momento interesante, se percibía en el ambiente la sensación casi enfermiza de las carencias. Y, sin embargo, no se trataba de una sociedad tercermundista, estaba estructurada, era culta, aspiraba a conocer lo que pasaba fuera», evoca Coll. Aun así -«soy un narrador, pero no pretendía hacer un reportaje»- usó el blanco y negro: «Era La Habana que veía -dice-; de hecho, allí el libro no ha gustado»; demasiada calle, demasiados negros, y todo servido sin edulcorar, al natural, sin evitar la aspereza.
Por las mismas razones, relacionadas con el mundo de la publicidad y el turismo, el fotógrafo balear siguió visitando Cuba. Hizo exposiciones, contactos, amistades y muchas fotos. «Fui testigo de aquella evolución sin evolución», concede. Y llegó el acuerdo de deshielo que parecía definitivo suscrito por Obama y Raúl Castro.
De los seis meses de esa especie de tiempo de descuento, entre el pacto y el izado de banderas en las embajadas, entre diciembre del 2014 y agosto del 2015, son la mayor parte de las imágenes que componen su nuevo libro, La Habana. Tiempo de descuento (Editorial El Punto Amarillo). Muestran, dice el autor, un retrato sociológico de un momento muy distinto, de esperanza, eufórico, también de desconcierto, en el que la sociedad habanera cambia de forma radical y deja que aflore, especialmente entre los jóvenes, ese ADN norteamericano, un tanto prepotente, que llevan dentro, no en vano la vecindad ha marcado su historia. «Eso pedía emplear el color», anota para explicar que hizo contrastar en el libro esas imágenes con algunas en blanco y negro que rescató de su trabajo del 95.
Coll no es optimista. El próximo sábado La Habana celebra el quinto centenario del nacimiento de una ciudad que tanto ha significado y significa para los gallegos, su historia y su identidad. Sostiene el fotógrafo que la ansiedad de la gente -sobre todo, los jóvenes- por salir de este estancamiento y el consumismo «han destruido buena parte de los sentimiento más empáticos y desinteresados que reinaban entre los cubanos, siempre rebosantes de educación y humanismo». La instantánea ebullición y la sensación de irrealidad que agitaron aquellos días dieron paso, tras el duro golpe asestado por Trump, a un nuevo desplome de las ilusiones.
Él mismo se confiesa desilusionado. Tanto que duda de que su Habana -«tan fotogénica», admite- vaya a tener una tercera entrega. «Cerré un ciclo. No me siento bien con los cambios sufridos por la ciudad. E irán a peor». Coll cree que el futuro a medio-largo plazo de Cuba pasa por convertirse en una sucursal americana, por la depredación de las grandes corporaciones de EE.UU.