La actiz Frances McDormand, orgulloso tallo de hierro en la intemperie del gigantesco filme «Nomadland»

José Luis Losa VENECIA / E. LA VOZ

CULTURA

Frances MacDormand, en el filme de la realizadora Chloé Zhao que protagoniza, «Dreamland»
Frances MacDormand, en el filme de la realizadora Chloé Zhao que protagoniza, «Dreamland»

Pinchazo en la Mostra de Venecia de un Álex de la Iglesia incontinente en el lanzamiento de su serie de exorcismos de pueblo «30 monedas»

12 sep 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

Esta 77.ª Mostra, alicaída y en orfandad, se tenía guardada bajo la manga ya no un as, sino una baraja astral. Esta etapa de Alberto Barbera como director había venido asentando su fortaleza creciente en la evidencia de haber marcado el paso de la película norteamericana de la temporada, en un orden artístico o mediático, desde The Master a Joker, pasando por Gravity, Birdman, Spotlight, La La Land y la incrustación mexicana de Roma. Y así, en la última jornada de estos diez días de desconcierto surgió Nomadland y mandó a parar.

Lo que Chloé Zhao y Frances McDormand gestan en esta abrumadora pieza maestra es un renacimiento de una de las más consolidadas tradiciones americanas: la de la construcción de la vida desde el movimiento, la búsqueda de la esperanza en el camino, en la conquista o en el horizonte. La manera en la que Nomadland enlaza con esa senda que va de John Ford al Terrence Malick de Días del cielo es singularísima. Porque no se construye desde la epopeya de la colonización, sino en sus antípodas: desde la pérdida del lugar, del territorio. Y con la fuga como único camino. El rumbo errante del personaje de McDormand como tallo de hierro desplazado de su vida en uno de esos pueblos vaciados (Empire, Oklahoma) por el desahucio coral de la Gran Recesión. Una mujer abocada a vivir en la precariedad y dentro de una vieja caravana, sobre las cuatro ruedas que la separan de ser homeless.

McDormand se apodera de ese alma de misfit, de supuesta inadaptada, y reconceptúa junto a Zhao el perfil estereotipado de esos millones de norteamericanos marginados por el sistema, empobrecidos, etiquetados peyorativamente como basura blanca. Como carne de cañón, enfurecidos posibles votantes de Trump. En Nomadland directora y actriz abren un rompeaguas y por él fluye un ennoblecemiento de esa white trash. Un cauce, una veta áurea de resistencia en la desubicación. Y por ahí asistimos al nacimiento de una poética de la derrota que inunda la pantalla.

Dos mujeres, la china Zhao y la norteamericana McDormand, exploran territorios que beben de nombres como Steinbeck, Dos Passos, William Kennedy o Cormac McCarthy. Pero que ahora se reencauzan hacia una ruta de emancipación orgullosa e inmanente. McDormand termina de agrandar su leyenda. Y, en un sabio segundo plano, un portentoso actor fetiche del cine independiente, David Strathairn, la lleva a afinar aun más la proeza.

Lo de menos es que la película vaya a ganar los Óscar -que lo hará- o que aquí se lleve el León de Oro o el premio de interpretación para McDormand. Lo esencial es asistir al nacimiento de una de esas obras de fuerza mineral y generosa, de las que te reconcilian con los deseos de libertad en un mundo feo. Y frente a competidores que, en este festival, juegan justo a lo contrario, a explotar las emociones por pura ambición: son la bosnia Jasmila Zbanic, el italiano Gianfranco Rossi o el mexicano Michel Franco, los de Quo Vadis, Aida?, Notturno o Nuevo orden, que pueden engañar a un jurado y salir de aquí con alguna vil victoria. Pero su brillo no resistirá más allá de un titular, y Nomadland es ya cine de la elegíaca veracidad y, al tiempo, de la leyenda.

La película azerí In Between Dying, también a concurso, es una fanfarronada que quiere ir de lírica y autoral road movie de ángel de la muerte, con mucho plano de diseño en la niebla. Como filmado por el abuelo de Theo Angelopoulos. Tiene de padrino a Carlos Reygadas y tratará de vender su engañifa a Cate Blanchett y a su jurado.

HBO apostó por promocionar aquí el salto a la televisión de Álex de la Iglesia. Le ha salido muy mal porque se proyectaron las 30 monedas del cineasta bilbaíno y nadie se enteró. Un ruidoso pinchazo con la gélida recepción en una sala Dársena semivacía. De la Iglesia, que obtuvo paradójicamente en este festival el único premio internacional que ha merecido en toda su carrera con Balada triste de trompeta, escenifica diez años después, en los burdos pantallazos de histeria y exorcismos de pueblo de 30 monedas, su agotamiento creativo, su salida de la pista incómoda para su ego nada chiquitín.