Baudelaire estremece a doña Emilia

ANTONIO COSTA GÓMEZ

CULTURA

Detalle de los retratos de la escritora gallega Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851-Madrid, 1921) y del poeta francés Charles Baudelaire (París, 1821-1867), realizado en el año 1863 por el fotógrafo Étienne Carjat.
Detalle de los retratos de la escritora gallega Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851-Madrid, 1921) y del poeta francés Charles Baudelaire (París, 1821-1867), realizado en el año 1863 por el fotógrafo Étienne Carjat.

El escritor lugués nacido en Barcelona Antonio Costa reflexiona en su artículo sobre la afinidad de las almas de la escritora gallega y el poeta francés

27 jun 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

En Un hemisferio en una cabellera Charles Baudelaire siente en la cabellera de su amada todas las aventuras del mundo entero, todos los viajes de los marineros, todas las sensaciones a las que abre su languidez. En Insolación de doña Emilia Pardo Bazán el protagonista andaluz que seduce a la dama gallega -que justifica su fiebre sensual y su salida de los cánones rutinarios diciendo que sufre una insolación bajo el sol de Castilla- introduce con pasión su rostro en la cabellera de ella, para sentir en su pelo toda el alma intensa de la mujer, y todo el alboroto contra lo cotidiano. Son dos cabelleras y dos viajes fuera de la rutina.

Para mí lo mejor de doña Emilia no está en el realismo y el naturalismo que nos enseñan los libros de texto, sino en las obras simbolistas de la última época, como La quimera y La sirena negra. Igual que lo mejor de Benito Pérez Galdós, el hombre con el que ella se acostaba e inventaba un jazz premonitorio en Santander, para mí, está en Misericordia, con su generosidad imposible, o en Nazarín, con su cristianismo de cuento trágico.

Doña Emilia una vez dictó unas conferencias en el Ateneo de Madrid sobre Poesía decadentista francesa. En ellas dice que Baudelaire es un místico y un idealista, y eso no está fuera de lugar si uno piensa en Los faros o en El albatros, el ave sublime al volar que se vuelve torpe al caminar por el barco. Y dice que Baudelaire es católico, porque al creer en el Demonio creía también en Dios, y que en el catolicismo caben muchas sensibilidades.

La rutina y el escalofrío

Y es que doña Emilia es católica, faltaría más, pero le va el «estremecimiento nuevo» que prometía Baudelaire, le va el salirse de la rutina y las sugerencias de las tardes oscuras. Ella conocía bien a Baudelaire y Baudelaire le inoculó un veneno que ya estaba dentro de ella. Y en los dos había una búsqueda del escalofrío nuevo y oscuro.

En La quimera un pintor busca en París ese triunfo nuevo que no encontraba en Madrid. Una dama citando a Baudelaire le dice que lo natural es muy pobre y que la belleza está en la coquetería y el maquillaje. Yo amo la naturaleza, pero cuando Baudelaire dice «lo natural» yo entiendo «lo simple» -y de hecho, para Zola y los naturalistas, la naturaleza significa el imperio de unas leyes muy simples- y entiendo que Baudelaire defiendo lo rico y lo matizado fuera de los límites conocidos.

En La sirena negra doña Emilia pinta a un dandi baudeleriano en Galicia que por escapar de la rutina y lo conocido acaba en la muerte -«sondeemos el abismo, cielo o infierno, qué importa / al fondo del abismo para encontrar lo nuevo», leemos en el poemario Las flores del mal.

Amor a París

Todo el mundo de Baudelaire fue París y lo recorrió con sus textos en todas las direcciones, y en todos los viajes, desde las visitas a los pasajes donde compraba rarezas de todas partes como Balzac hasta los siete viejos kafkianos que se le aparecieron un día en fila. Pero doña Emilia también amaba París, visitó París muchas veces y escribió el libro de impresiones Al pie de la torre Eiffel. Viajó en teoría para escribir crónicas sobre la Exposición de 1889 y sobre la torre asombrosa, pero eso fue lo de menos porque lo principal fue vivir toda la ebullición de París y todos los parises que ella misma señala con embriaguez como Baudelaire. Baudelaire mostraba un aristocratismo de lo selecto y doña Emilia era una aristócrata espiritual contra la vulgaridad de la aristocracia de clase. Pero los dos amaban París como experiencia y como cosmopolitismo en el mejor sentido.

Para Baudelaire contaban los amantes, nunca escribió sobre el matrimonio. Amaba a una negra sensual y profunda o a una dama sublimada de perfumes destilados, pero nunca pensó en casarse. Todo su mundo erótico y vital está en los amantes. En doña Emilia pasa lo mismo. Se casó casi niña pero acabó separándose como amiga de su marido y luego tuvo unos amantes que dieron relieve a su vida. En ellos encontró el estremecimiento de Baudelaire, por muy católica que se proclamara.

No solamente el amor de juego y plenitud que vivió con Galdós -que ahora conocemos en sus cartas porque somos unos cotillas, pero también porque nos atrae la vida de verdad-. Sino también con José Lázaro Galdiano, el mejor amigo de Pérez Galdós y en el que inspira posiblemente Insolación. Allí explica la fiebre de vivir como amante (no como esposa legal y obligada), porque pega mucho el sol en Castilla.

Y Baudelaire le insufla a doña Emilia el veneno de escapar del spleen. La clave de Las flores del mal es la contraposición entre spleen e ideal, entre el aburrimiento y la intensidad inexpresable. También ella busca el mismo estremecimiento, el mismo huir del spleen, persigue lo secreto y lo insólito de la vida. Baudelaire inoculó a doña Emilia ese veneno del que habla en unos versos que le causaron al poeta un juicio por inmoral, y a doña Emilia la acusaron de inmoral por hablar tanto de París y de los amantes.

Antonio Costa Gómez es profesor de literatura y escritor