Sí, fueron la consecuencia de muchas horas de casting, un producto perfectamente prefabricado y empaquetado para un mundo dominado por un vértigo irreal. Cinco mujeres jóvenes que se dedicaban a la música. Por primera vez, una banda a la que no se le podía poner la etiqueta de boys band. Años en los que de alguna manera todo el mundo vendía un gran cambio aceleradísimo para que en el fondo todo quedase exactamente igual.
Pura fábrica de dinero y canciones enlatadas. Arquetipos que se reproducían de manera incansable por los colegios de cualquier país: dulce, irreverente, agresiva, disidente de una feminidad tantos años impostada. Cinco chiquillas que la industria creía manejables, pero que se volvieron una fuerte marejada. A una generación entera le enseñaron por fin que su papel no era adorar a hombres artistas. Ahora eran ellas las protagonistas. Enormes plataformas y por fin una consigna clara: hicieron falta cinco para tener una sola voz que por fin explicaba a millones de niñas que el fin no era competir, sino que todas eran hermanas.
Se revolvieron y tomaron las riendas. Despidieron a los que querían hacerlas pequeñas. Sufrieron la reacción de una década llena de hipocresía que se las daba de prodigiosa. Ahora, un documental sobre las Spice Girls demuestra que los grandes cambios a veces no se esperan.