Isaki Lacuesta ausculta la conmoción tras el horror en el atentado de la sala Bataclan
CULTURA
Noémie Merlant y Nahuel Pérez Biscayart asumen la onda expansiva de ese shock en «Un año, una noche», que se convierte en una de las favoritas para el Oso de Oro
14 feb 2022 . Actualizado a las 22:14 h.Que la primera película que aborda el atentado islamista de noviembre de 2015 en la parisina sala Bataclan sea una producción española aporta una idea de cómo Francia vive aún incapacitada para metabolizar de una manera natural, en imágenes dramatizadas, la topografía del terror que va del Charlie Hebdo al camión que se llevó delante el paseo marítimo de Niza. Semeja ser el gran tabú iconográfico del celuloide galo. También podríamos aducir, trayendo la cuestión a nuestro país, que tampoco ha habido aquí un tratamiento fílmico de nuestra zona cero del terrorismo, el 11-M y los trenes de Atocha. Lo cierto es que el celo francés con la cuestión es extremo. El único director del país vecino que se ha atrevido después de 2015 a plantear una historia sobre esa violencia interior ha sido un cineasta corsario sin miedo a nada como Bertrand Bonello. Dirigió la tenebrista y magna Nocturama y el filme tuvo que presentarse en el festival de San Sebastián. Se le hizo al otro lado de los Pirineos un ostensible vacío y su carrera comercial fue casi clandestina.
Por eso son elevados los factores de riesgo asumidos en Un año, una noche, la película del catalán Isaki Lacuesta producida por Bambú y que -naturalmente- no iba a tener espacio en Cannes. Pero sí en una Berlinale en la cual cuenta ya con razonables bazas de figurar en el palmarés.
La secuencia que abre la película es una atmósfera con una microscópica emanación vaporosa que luego sabremos que es la que procede de las astillas o de los humores que suben de los cadáveres del Bataclan. Y luego vemos a Noémie Merlant y a Nahuel Pérez Biscayart caminando como autómatas en la noche, protegidos por una manta como de refulgente amianto con la que los supervivientes son uniformados por la policía.
Lo que viene luego es no ya tanto la puesta en escena del atentado de la sala de fiestas -obviada en la explicitud visual, nunca mostrados los ejecutores en una noble elipsis- como las reverberaciones de esa matanza sobre los que sobrevivieron a ella y salieron físicamente indemnes, pero quedaron emocionalmente desmembrados. Rotos por dentro, mucho más allá del shock postraumático. De lo que quiere hablar Isaki Lacuesta -y así lo despliega con brillantez su guión escrito junto a la gran Isa Campo- es de la onda expansiva que sabes que te va a acompañar por tiempo indefinido cuando has habitado las horas de una madrugada junto a otros que brincaban a tu lado y que tras los estallidos son ya leftovers. Nunca volverán. Y ese vacío lleva a que quienes siguen viviendo precisen ansiosamente habitarlo con el recuerdo neurótico, minucioso, de cada detalle. Esas secuencias en las cuales Merlant y Pérez-Biscayart supuran el miedo y la claustrofobia del limbo donde no saben si seguirán respirando, apilados junto a otros en el refugio del vestidor del Bataclan, remiten -en su justa dimensión de un pánico puntual- al síndrome concentracionario del que hablaron Levi, Kertész, Semprún y tantos otros en la literatura de los campos. Jamás serás el mismo.
La sabiduría con la que está construida Un año, una noche desarrolla esa herida abierta en la vida posterior de la pareja. Durante todo el metraje, Merlant se muestra resiliente. Y es Pérez Biscayart el que camina y se hiere por entre los dientes de sierra de los ataques de pánico, las sobreexcitaciones, la mente perdida, la inacción del alma inerme. Solo al final ese desequilibrio se recompone, cuando ella abre las esclusas en una catarsis que permite pensar en una sanación. Resulta esencial el apoyo que los registros formidables de ambos actores prestan al vértigo que preside ese combate contra las fauces del averno donde han morado. Han compartido un ritual de violencia y, como tales son, a su pesar, partícipes de unos lazos de sangre que van a convertir su vida en común en un territorio minado. En ese sentido, hay muchas concomitancias entre las leyes del fatalismo que fundamentaban Los condenados -una de las películas de Isaki Lacuesta que más me fascina y nunca me fatigo de reivindicar-, donde ese cerco mental procedía de un pasado también marcado por la violencia y la muerte -por la lucha armada en aquel caso-, y las que asfixian la vigilia de los protagonistas de Un año, una noche, esclavizados supervivientes de la macabra danza de la muerte en dantesca sala de baile.
Ese antes y después de la temporada en el infierno, esa inexplicable agonía existencial que sufren quienes no comprenden por qué han sido ellos los que han caminado sobre los cadáveres de los otros, está tan reflexiva y orgánicamente alimentado por Isaki Lacuesta, por su guion y sus actores, que Un año, una vida se erige en obra que desciende a las simas del horror para elevarse como territorio donde la esperanza late aun por sobre los latigazos del ruido de los Kalashnikov.
LAS PARAFILIAS SEXUALES DE DENIS CÔTÉ
El canadiense Denis Côté es un autor de dilatada trayectoria y poseedor de un universo personalísimo. Su cine se envuelve casi siempre de una aureola hipersexualizada. Persigue los reversos de la placidez amorosa, una idea del deseo asociado a lo - según quién- inconfesable. Debe haberse empapado de Lacan y de Foucault. O tal vez es solo un punki de New Brunswick, del oriental Canadá, en cuyos paisajes de ríos, bosques y montañas suelen transcurrir sus películas de seres procedentes de un mundo raro. Como buen friki o francotirador contra los convencionalismos de la moral sexual predominante tiene muy poca suerte en los festivales, donde sus filmes acuden desde hace unos quince años. Arrancó por aquel entonces con buen pie, se consagró muy joven en Locarno, el que era en tiempos el festival de los alternativos y rompedores. Pero lleva Côté una década sin que apenas le den bola.
Aquí en la Berlinale premiaron en 2015 la formidable y estremecedora Vic + Flo vieron un oso. Con tan mala pata que el galardón que le otorgaron, la Copa Alfred Bauer, ya no existe. La suprimieron porque, como a lo tonto, hace tres años a alguien le dio por recordar que Bauer había sido un nazi de tomo y lomo. Eso después de medio siglo de que el festival estuviese otorgando el premio a mayor gloria del gerifalte pardo.
A mí, el cine de Côté me parece casi siempre altamente sugestivo. Desprejuiciado, molesto, esquinado, malicioso. Todo eso es -y en dosis elevadísimas- Un été comme ça. Propone el voluntario encierro en un chalet de tres jóvenes poseedoras de una vida sexual voraz y promiscua, junto a una doctora que analizará sus casos. Durante casi dos horas y media -26 días en la ficción- ellas se pasean por la casa sin ropa o con ella, se autoestimulan cuando les place por las habitaciones orgásmicas. Se introducen en setos con los componentes de un equipo de fútbol. Siempre eluyendo la explicitud o el voyeurismo de la cámara. Y luego largan a la investigadora sus opiniones sobre las posibles causas de sus predilecciones por actividades sexuales como el gang-bang, el bukkake. Y la cosificación de los hombres. Es un terreno pantanoso. En estos tiempos, la corriente de la aparente corrección parece llevar a entender ese dominio a la inversa. Pero a Côté la corrección le importa un membrillo. Y así, su película se siente como emanada de otro tiempo de más amplias alamedas libertarias para el sexo y el pensamiento. En una larga secuencia de este filme, una de las actrices protagonistas es centro de una sesión de shibari, el arte japonés de la atadura sadomaso. Y en la pantalla esas cuerdas las visualiza este filme como liberación. Un eté comme ça es una valiente exploración del sexo y sus jardines del inconsciente. Seguramente también al Pasolini de Los 120 días de Sodoma le llamarían hoy señoro o hasta machirulo. A Pasolini.