«La tiranía de las moscas» se editó en España amadrinada por la premio nacional Cristina Morales; casi un año después sus dípteros siguen zumbando
12 abr 2022 . Actualizado a las 08:45 h.Para amadrinar a talentos latentes, el sello sevillano Barrett cede cada año un espacio de su granado menú a escritores consagrados que acompañan a algún colega en la concepción y gestación de una obra inédita. Así, Sabina Urraca fue el andamio de Andrea Abreu con Panza de Burro; Sara Mesa, el de Santiago Ambao en Treinta y seis metros y Patricio Pron, el de Martín Rejtman con Madrid es una mierda. Elaine Vilar Madruga (La Habana, 1989) fue la escogida por Cristina Morales, Premio Nacional de Narrativa 2019. Qué «pedagogía» la de la cubana, dice de ella, que «sabe, siente y practica» en su obra que «la astucia es el alma de los esclavos». «Ojalá hubiera caído en mis manos, siendo chavala, un libro como este, en el que se invita a los hijos a rebelarse contra sus padres, y no en un sentido metafórico», observa en el prólogo de La tiranía de las moscas.
Precisamente ahí, en ese aguijón, está la chicha de esta novela, publicada ya la pasada primavera y que presentó recientemente en Santiago, antepenúltima parada de la gira española de Vilar —nombre propio en su país, con más de 30 títulos publicados—. Casi un año después, sus dípteros siguen zumbando. «El libro es muy incómodo —acepta la autora—. Y cuando lo estaba escribiendo no lo notaba, porque la escritura no lo fue en absoluto». Siempre es lúdica para ella: «El momento en el que estoy riéndome mientras escribo es un excelente indicio; luego, una vez que termino el proceso y me alejo de la obra es cuando me doy cuenta de que es molesta, de que toca temas incómodos: familia, amor, sexualidad, cuerpo, país, política». Y no lo hace de cualquier manera. Se acerca a ellos desde la parodia descarada, con una prosa evocadora. Su estilo es fresco y original, pero también aterrador, lo que genera un desconcierto continuo. Frente al lector, coloca aquí una dictadura a pequeña escala encerrada en las cuatro paredes de una casa. Poco o nada hay más político que la familia.
De un niño que mata animales al tocarlos («Doctor Dolittle en formato ángel de la muerte»), de una niña que no habla y que solo pinta bichos extremadamente realistas («Da Vinci de pacotilla que tiene la habilidad comunicativa de una placenta») y de otra más que siente deseo sexual por objetos inanimados («La cerdita hormonal que sueña con templarse a un puente o al Muro de Berlín») versa su Tiranía de las moscas, en definitiva de tres hermanos que se rebelan contra el despotismo de un padre tartamudo, militar cubano de alto rango caído en desgracia, y de una madre hermética, de cariño ulceroso. «Espero que cuando tenga hijos también me contradigan —comenta—. Toda generación, si es buena, debe contradecir a la anterior, solo así habrá indicios de progreso, de movimiento, de que no nos hemos convertido en fósiles».
Todos los planteamientos de Vilar —los desplegados en esta fábula «lúbrica y oscura», según Morales, y los que introduce en la conversación— invitan a poner en entredicho e incitan a la réplica ante el caciquismo de la adultez. «¿Qué sucede más allá de la rendija de una puerta? ¿Cuáles son los secretos que se nos oculta?», se pregunta, llena de curiosidad. Muy poco se habla aún de padres incapaces de sentir amor por sus hijos, de hijos que no quieren a sus padres, de madres que creen que los hijos son suyos, cuando uno, si es de alguien, es de uno mismo. «Hemos callado durante mucho tiempo —reflexiona—. Hay toneladas de silencio por encima de nosotros, y este peso solo se nos irá quitando de los hombros a medida que sigamos escribiendo y hablando sobre ello. Hay una generación de gente que desea leer sobre temas que nunca se tocan».
El ojito derecho de una premio nacional
Vilar y Morales se conocieron hace tres años en La Habana, donde la cubana acompañó a la española —que presentaba allí Lectura fácil— en calidad de anfitriona; de hecho, estaban juntas cuando se enteró de que era premio nacional. Desde entonces son íntimas, y ahora es Morales la locomotora. ¿No pierde la perspectiva alguien tan cercano a la hora de valorar un trabajo? Al contrario, cree Vilar. «En todo caso la amistad nos hace ser más recios. Cuando quiero a alguien y tengo que editar su trabajo trato de ser dura, para sacar su mejor versión». Convencida de la inherencia de esta exigencia en el proceso creativo, agradece que Cristina la haya expulsado de su zona de confort.
Ese lugar hacia el que la condujo se convirtió en un punto de inflexión: «Me llevó hacia nuevas formas de trabajar el lenguaje. Ha habido un cambio tan radical en mi escritura y en cómo ha sido recibida que siento La tiranía de las moscas como una primera novela». Las piezas se han ido reordenando en su cabeza: por un lado, un realismo mágico por explorar al que prefiere referirse como literatura mestiza; por otro, la hibridación de la narrativa y la dramaturgia. No han cambiado, sin embargo, sus obsesiones: en los cimientos de su creación siempre ha estado la familia y el declive moral del adulto, corrompiéndose. «Es probable que haya familias que hayan logrado no ser disfuncionales —reflexiona— pero haciendo malabares».
Las moscas atienden, espectadoras palomiteras, famélicas de podredumbre.