James Gray fusiona en «Armageddon Time» a Reagan y los Trump con Dickens y Mark Twain

José Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

Gary bromea con Anne Hathaway en la alfombra roja de Cannes.
Gary bromea con Anne Hathaway en la alfombra roja de Cannes. Stephane Mahe | Reuters

La cinta egipcia «Boy from Heaven» plantea en Cannes algo así como «El nombre de la rosa» en el mayor templo del mundo musulmán

21 may 2022 . Actualizado a las 16:05 h.

James Gray es uno de los tres autores esenciales del cine norteamericano de este siglo. Solamente él, junto a Tarantino y Paul Thomas Anderson, posee una obra que sabes ya que podrá compadecerse con la de los grandes clásicos de este arte desde su nacimiento. Y a Gray -como también le sucede a Tarantino- se le reconoce en Cannes como hijo predilecto. Con Armageddon Time compite en la Croisette por quinta vez. Y en la cuatro anteriores, los jurados impertinentes no le dieron ni la hora.

No sé qué sucederá en esta ocasión. De momento, por si acaso, él ha estampado en el lugar que debe una película mayestática, enorme bajo su apariencia de sencilla fluidez. Es la historia autobiográfica de su niñez de hijo de judíos ucranianos, de sus sueños de ser pintor. Y sobre esa evocación de la familia -esos lazos de sangre irreductibles que son leit motiv casi siempre trágico en su cine- tira las líneas de una historia ambiciosísima: la de un coming of age marcado por otra de las obsesiones de director: los conflictos de clase social.

La amistad entre el joven protagonista, sosias del propio Gray, y un niño negro muy humilde hace que en escena entren los ecos de Dickens y de Mark Twain. Y, a partir de ellos, asistamos a un relato de ternura infinita pero -también- de crueldad manifiesta: la lucha del joven por ser fiel a ese iniciático afecto amistoso, que se da de bruces con la cruda verdad que niega el ideal americano de la justicia para todos.

La vida entera, la tierra toda, el sol y el mar, son para aquellos que han sabido sentarse sobre los demás. Como en el poema de José Agustín Goytisolo, lo aprende el protagonista de su padre -un desclasado que sufre su complejo social al entrar en una familia adinerada y que encarna Jeremy Strong, protagonista de la serie Succession, que también va en parte de lucha de clases- y de su abuelo. Pero este -un Anthony Hopkins que lega aquí un trabajo crepuscular que suena a gran despedida- le entrega otra consigna. La de la memoria histórica de los perseguidos, los judíos huidos de la aniquilación en Europa. Recuérdalo, le advierte Hopkins hablando de sus orígenes en las matanzas y pogromos de Ucrania, porque ese pasado está ahí y siempre vuelve.

James Gray posa con sus actores Banks Repeta, Jaylin Webb, Jeremy Strong y Anne Hathaway.
James Gray posa con sus actores Banks Repeta, Jaylin Webb, Jeremy Strong y Anne Hathaway. Piroschka van de Wouw | Reuters

Y es entones cuando Armageddon Time despliega su otra cara: la de esa niñez desarrollada en 1980, el año del nacimiento de la revolución conservadora que nos ha traído hasta aquí. En el filme resuenan en las televisiones las palabras de Ronald Reagan, en la campaña que abrirá la Casa Blanca a los neocon y al universo fake. «Podemos caer en Sodoma y Gomorra si no volvemos a nuestras raíces básicas», avisa el actor ya casi presidente.

Y el joven trasunto de Gray lo aprende en el selectivo colegio donde pierde la inocencia. Un centro que vive de la financiación del padre de Donald Trump. Y de su mujer, en un cameo de Jessica Chastain que invoca el aquelarre del racismo, la extracción elitista, el aplastamiento de los diferentes. En ese pulso entre la honestidad que su abuelo le ha inculcado y la renuncia a ella que su padre le confiesa que es tributo a pagar para seguir adelante, late el corazón herido de esta película que deviene sutilísima y clarividente obra política.

Con un homenaje a Los cuatrocientos golpes, que rompe los últimos lazos de pureza y desata la soga sobre la que agoniza cualquier sueño de justicia, el niño idealista descubre que la vida va en serio y pasa por laminar a los de abajo. Llega a ello tras atravesar un ampo minado de pequeños apocalipsis emocionales.

Y, así, Armaggedon Time se eleva, en su belleza, en sus claroscuros fotografiados por el gigante Darius Khondi y en su despiadada radiografía de un mundo o de una jauría de privilegiados, como obra avasalladora en la elegancia con que destroza la desgarradora mentira del sueño americano. Y, de fondo, ya se escuchan los ladridos de los perros negros. De la negra historia del siglo XX que regresa.

«El nombre de la rosa» en un templo musulmán

También en sección oficial, la egipcia Boy From Heaven, de Tarik Salek, propone algo así como El nombre de la rosa trasladado al mayor templo del mundo musulmán. Allí, los aspirantes a gran muftí se tiran puñaladas literales, mientras el estado policial quiere controlar con un servicio secreto de anacletos cairotas quién sale de la fumata musulmana.

La idea está plagada de posibilidades. La relación del membrillo -el pobre soplón que no es más que un pescador que acaba de entrar en la escuela coránica y se ve metido en un carajal a lo JFK, en complicidad con un policía con quien establece una relación arquetípica de la tradición de la serie negra- se abría a un buen desarrollo. Pero el guion, la realización, todo en la cinta es de una trivialidad tan ingenua y de una torpeza tan insólita que el cónclave de complots en la gran mezquita parece un enredo de polichinelas suníes.

Mariúpol y un asno que recorre el mundo

Sobre las advertencias de ese pasado que vuelve emanadas de la antes citada Armageddon Time embocamos los fotogramas de Mariupolis 2, estrenada aquí recién llegada de Ucrania y filmada por un cineasta, Mantas Kvedaravicius, que se dejó la vida en registrar las imágenes de la ciudad en llamas. Los planos de la iglesia donde se sobrevive con el único alimento del constante ruido de los bombardeos. No hay otra trama ni discurso que la de por sí demoledora observación de esa vida en llamas. No es poco.

Y hay también registros de apocalipsis en Eo, la relectura del filme de Robert Bresson Au Hasard, Balthazar, que ha rodado el veterano de tantísimas batallas Jerzy Skolimovsky. Si el planteamiento de Bresson sobre contar una historia desde el punto de vista de un asno que va conociendo en su periplo la crueldad de la naturaleza humana era ya radical, lo que ofrece Skolimovsky es algo aún más inaprensible.

Ese burro, víctima de la muerte del circo y de las protestas animalista, transita tristísimo ante la forzada separación de la joven con la que trabajaba bajo la carpa, que es su gran amor platónico. Y en su viaje a ninguna parte comprueba el estado de las cosas: las bandas ultras, los saboteadores de la democracia, los vendedores de pieles de zorro, los caballos cómo última metáfora de la libertad en un inframundo de metales incendiados, una distopía invertebrada en un on the road abstracto, una apuesta valerosísima que solo alguien de vuelta de todo como Skolimovski puede atreverse a emprender.

Hay una pega en la veracidad casi inclaudicable de Eo. La parada y fonda del burro en la mansión donde mora Isabelle Huppert. Puede intuirse que esta adenda impostada en el naturalismo salvaje del filme sea un obligado peaje mercantil. Para sacar adelante toda esta apuesta comercialmente suicida era necesario en el cartel un cebo como -pese a su excesiva proliferación en producciones innecesarias- sigue siendo el de Huppert. Pero convengamos que está muy bien que Cannes, en este caso, apueste por un ejercicio de público real de cifras seguramente indetectables.

Mia Hansen-Love y Lèa Seydoux se vuelven moralistas

Tras el tropezón no menor de Bergman's Island, en la que quiso salirse de su territorio natural y se la pegó aquí mismo hace un año, Mia Hansen-Love regresa en Un Beau Matin al momento presente y a personajes femeninos en su cotidianidad de amores y conflictos en los que tan bien se desenvuelve.

Con Un Beau Matin convierte a una Lèa Seydoux radicalmente desglamourizada en una mujer que sobrelleva su viudedad dramática -no se explicita, pero se insinúa el suicidio de su pareja, otro tema no ajeno al cine de Hansen-Love-, la enfermedad degenerativa que va mermando muy rápidamente las facultades mentales de su padre -Pascal Greggory, en el rol de un filósofo especialista en el escritor Klaus Mann- y en atender a su hija esgrimista.

Una pasión sobrevenida con un amigo de largo tiempo -Melvil Poupaud- es una liberación de endorfinas y, al tiempo, una esclavitud psicológica porque él es un tipo casado y nunca termina de cortar su relación. De la misma forma, parece que Mia Hansen-Love no acierta con la sutileza o las elipsis narrativas maravillosas de sus mejores obras. Y, así, el angustioso declinar del padre enfermo y las idas y venidas del amante pasajero (o no) caen en una reiteración como torpe, de melodrama antiguo. Incluso de un moralismo muy poco francés. Nada que ver con la modernidad de esta cineasta que parece no terminar de desencallar tras su paso por la isla sueca de Farö y sus cantos de sirena.