Las cerezas gallegas de Stefan Zweig

Antonio Costa Gómez

CULTURA

07 ene 2023 . Actualizado a las 11:27 h.

Acaba de publicar Ediciones 98 los diarios de los años 30 de Stefan Zweig. En unas páginas cuenta que cuando iba de Londres a Brasil en 1939 desembarcó unas horas en el puerto de Vigo. Allí admira a las mujeres gallegas que llevan grandes pesos en la cabeza pero no se inclinan, caminan erguidas y con orgullo. Como los rebeldes de Albert Camus. Mira a los jovencitos, dice que son muy animados y les gusta que los fotografíen. Afirma que dos horas en Vigo tienen más intensidad de vida que un año entero en Inglaterra.

Zweig tenía miedo y desolación, se sentía en un mundo brutal y cerrado. En Inglaterra lo comían con burocracias, le cicateaban la nacionalidad a pesar de que era un escritor muy famoso. Lo odiaban por ser judío y por ser oficialmente alemán. Se sentía acorralado y asfixiado, en un escenario de nacionalismos violentos, de exclusivismos, de fronteras muy marcadas. Estaba perdiendo la esperanza, sentía que no valía la pena vivir. Y, sin embargo, cuando paseó esas tres horas por Vigo se sintió rejuvenecido e ilusionado.

El mundo que describe se me parece mucho al actual. El tecnologismo desaforado y aplastante recuerda al fascismo desaforado y aplastante de los años 30. Y los extremismos terribles y los simplismos atrapadores. Y la inflación galopante y la inseguridad. Y encomendarse a los fuertes y los brutales, entregar el pensamiento, la vida, la sensibilidad. Y Zweig ya pensaba en matarse. Pero la animación y el orgullo de vivir de los gallegos lo convencieron por un tiempo. Tal vez si hubiera probado el albariño o leído a Cunqueiro no llegaría a suicidarse en Brasil. Como tampoco hay que hacerlo ahora. El mundo, dice Sabato, debe de tener un sentido secreto a pesar de todo, aunque lo niegue la razón, porque si no todos nos suicidaríamos. Y ese sentido es como los jaramagos amarillentos en los roquedales gallegos.

En A través de los olivos, de Kiarostami, convencen al protagonista de que no se suicide, dando vueltas con un coche por un basurero, recordándole lo bien que saben las cerezas. Para Zweig las horas gallegas fueron sus cerezas. A mí me ayudan mucho un par de higos. Son como las magdalenas que le devolvían a Proust toda la vida.

Zweig veía milicianos falangistas pero que se negaban a la impersonalidad del fascismo. No se dejaban despersonalizar como las masas fascistas que vio en Italia y Alemania. Y los gallegos conservaban un toque de serenidad y de duda, de calma interior: «Uno descubre entusiasmado la sabia indolencia de este pueblo incluso en una crisis como esta». Vio a los gallegos con su retranca sin dejarse llevar del todo por las consignas y los mecanismos violentos. Y las calles de Vigo fueron sus cerezas gallegas.

Da miedo como Zweig va retratando día tras día un mundo que se parece tanto a este. Y a pesar de todo, en horas fugaces, halla motivos para animarse y vivir. No te cuento si hablara con Rubén en Chantada y escuchara sus historias de fantasmas llenos fe. Fantasmas que beben vino en secreto y miran de través aunque desfilen con otros en la Santa Compaña. También Zweig era ya un espectro que se suicidó poco más tarde en Brasil, pero al bajar del barco en Vigo le vino un «sueño intenso y rápido» (como decía Rimbaud) de la vida y la elegancia que no caben en la vulgaridad del fascismo y la masa.

Antonio Costa Gómez es escritor