Creo no exagerar si afirmo que quienes tuvimos la suerte de conocer a Antonio, al gran Antonio Pereira, tendemos a emocionarnos, con cierta frecuencia, al recordarlo. Y permítanme que les diga, sin ir más lejos, que a veces a uno, por más que se empeñe en cerrar los ojos para disimular, casi se le saltan las lágrimas mientras las palabras de Antonio regresan a su memoria. Cuando escucha esa voz suya —una voz de pariente no muy lejano— diciendo en la Casona de Verines, durante un Encuentro de las Letras Españolas, aquello de «¡Hala, hala...! ¡Marchaos, que no quiero quereros aún más de lo que ya os quiero, porque después lo paso muy mal, si no os veo, de tanto como os echo de menos...!».
Discúlpenme la confidencia, pero quiero dar testimonio, una vez más, de que Antonio era un extraordinario ser humano. Aunque, obviamente, no era de eso de lo que quería hablarles. De hecho, mi intención era comenzar esta columna subrayando algo bien distinto: que tanto Pereira como Gonzalo Torrente Ballester nacieron el mismo día (aunque, como es obvio, no del mismo año); y que, más allá del horizonte, en los territorios del misterio, tratándose de un 13 de junio, eso tiene que significar, sin duda, algo.
Antonio, magnífico poeta, era, esencialmente —o al menos así me lo parece también—, un contador de historias. Un narrador. También de viva voz, como lo son muchos de los grandes escritores leoneses (Luis Mateo Díez, José María Merino, Andrés Trapiello, Llamazares...) y como lo eran tres excepcionales autores gallegos a los que él se sentía especialmente próximo: Carlos Casares —por quien guardaba un gran afecto—, Cunqueiro —de quien fue un lector infatigable— y el ya mencionado Torrente Ballester, que como Pereira nació, insisto, cuando, mediado el mes de junio, la primavera va haciéndose verano.
En Antonio se daban la mano los filandones de León, con sus cuentos narrados en medio de la noche, y el galaico arte de combatir las tinieblas, al pie del fuego, contando historias en voz alta. Además, entre los galardones que recibió está el que lleva el nombre de Torrente. Circunstancia, esta, que no deja de hermanar todavía más con Galicia a un autor cuya visión del mundo, y cuya poderosa imaginación, hundían sus raíces, en buena parte y de manera decidida, en lo galaico.
En fin: el caso es que Antonio era tan grande que quizás aún falte la perspectiva necesaria para apreciarlo en toda su inmensidad. Pero la historia de la literatura le hará justicia. No podría ser de otra forma. La eternidad le pertenece. Es más, le sonríe. Era formidable.