Sánchez Dragó, respirar y leer

Eduardo Riestra
Eduardo Riestra TIERRA DE NADIE

CULTURA

El escritor Fernando Sánchez Dragó, en una imagen del pasado marzo
El escritor Fernando Sánchez Dragó, en una imagen del pasado marzo RAÚL SANCHIDRIÁN | EFE

12 abr 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando el fotoperiodista Enrique Meneses cumplió ochenta años, en octubre del 2009, su amiga Annick Duval le organizó una fiesta sorpresa de cumpleaños en Madrid, a la que invitó a su editor. Allí nos reunimos muchos de sus amigos y compañeros de una larga vida de prensa y literatura, entre los que se encontraban Jesús Torbado y Fernando Sánchez Dragó. Al acabar, en aquella noche temprana del invierno con un Madrid vacío, Fernando y yo bajamos caminando la calle Jorge Juan y cruzamos Colón rumbo a Malasaña, donde vivía el escritor. Un poco por el frío y otro poco por el vino, el paseo despertó una charla íntima y amigable. Yo le preguntaba por la fama, por que todo el mundo te conozca y te salude —o te insulte— por la calle. Pero a Fernando le encantaba la gente porque le encantaba la vida.

A él le debo en una gran parte mi afición a la literatura, y recuerdo con verdadera nostalgia aquellos Encuentros con las Letras de la televisión española de los años 70, que me hacían sentirme mucho menos solo leyendo la Saga / fuga de J.B. En aquel tiempo, Sánchez Dragó era, junto con Fernando Savater y Agustín García Calvo, la referencia de todo lo nuevo, lo atrevido, lo progresista, y disfrutaba el éxito de ventas de su Gárgoris y Habidis —donde hablaba de San Andrés de Teixido—, que hizo rico al poeta Jesús Munarriz, editor de Hiperión. Era un eterno joven lector, y al opio, al sexo, a la metempsicosis, sumaba siempre la literatura, que corría alegre por sus venas entre leucocitos y plaquetas.

Cuando lo conocí, ya en este siglo, a través de Javier Reverte y Manu Leguineche, yo comenzaba a volar con mis Ediciones del Viento, y, con una generosidad entusiasta y afable, me llevó a sus Noches blancas de Telemadrid. Sánchez Dragó vivía en un país de las maravillas libre e irreverente, que yo admiraba, pero me dolía el precio que tenía que pagar. A veces venía a Marineda para ver a Juan José Suárez, y me llamaban para que me sumase a las comidas. Otras yo me acercaba, en la feria del libro del Retiro, a la caseta donde estuviera firmando, para saludar.

Aquella noche, al llegar a Alonso Martínez, torcí por Almagro y él siguió solo.