Cuando el fotoperiodista Enrique Meneses cumplió ochenta años, en octubre del 2009, su amiga Annick Duval le organizó una fiesta sorpresa de cumpleaños en Madrid, a la que invitó a su editor. Allí nos reunimos muchos de sus amigos y compañeros de una larga vida de prensa y literatura, entre los que se encontraban Jesús Torbado y Fernando Sánchez Dragó. Al acabar, en aquella noche temprana del invierno con un Madrid vacío, Fernando y yo bajamos caminando la calle Jorge Juan y cruzamos Colón rumbo a Malasaña, donde vivía el escritor. Un poco por el frío y otro poco por el vino, el paseo despertó una charla íntima y amigable. Yo le preguntaba por la fama, por que todo el mundo te conozca y te salude —o te insulte— por la calle. Pero a Fernando le encantaba la gente porque le encantaba la vida.
A él le debo en una gran parte mi afición a la literatura, y recuerdo con verdadera nostalgia aquellos Encuentros con las Letras de la televisión española de los años 70, que me hacían sentirme mucho menos solo leyendo la Saga / fuga de J.B. En aquel tiempo, Sánchez Dragó era, junto con Fernando Savater y Agustín García Calvo, la referencia de todo lo nuevo, lo atrevido, lo progresista, y disfrutaba el éxito de ventas de su Gárgoris y Habidis —donde hablaba de San Andrés de Teixido—, que hizo rico al poeta Jesús Munarriz, editor de Hiperión. Era un eterno joven lector, y al opio, al sexo, a la metempsicosis, sumaba siempre la literatura, que corría alegre por sus venas entre leucocitos y plaquetas.
Cuando lo conocí, ya en este siglo, a través de Javier Reverte y Manu Leguineche, yo comenzaba a volar con mis Ediciones del Viento, y, con una generosidad entusiasta y afable, me llevó a sus Noches blancas de Telemadrid. Sánchez Dragó vivía en un país de las maravillas libre e irreverente, que yo admiraba, pero me dolía el precio que tenía que pagar. A veces venía a Marineda para ver a Juan José Suárez, y me llamaban para que me sumase a las comidas. Otras yo me acercaba, en la feria del libro del Retiro, a la caseta donde estuviera firmando, para saludar.
Aquella noche, al llegar a Alonso Martínez, torcí por Almagro y él siguió solo.