John Irving: «Si hubiera admirado a Faulkner en vez de a Dickens no habría sido novelista»

H. J. Porto REDACCIÓN / LA VOZ

CULTURA

El narrador John Irving (Exeter, New Hampshire, 1942).
El narrador John Irving (Exeter, New Hampshire, 1942). Iván Giménez

El narrador estadounidense publica su decimocuarta novela, «El último telesilla», que llega este miércoles a las librerías

04 oct 2023 . Actualizado a las 17:46 h.

Es uno de los narradores más respetados y leídos del mundo, pese a haberse quedado anclado en el siglo XIX. «Soy el primer sorprendido por esta fenomenal acogida. Haber elegido este camino, de modo absolutamente consciente, siguiendo los modelos de novelistas decimonónicos que han muerto muchos años atrás, y tener tal éxito... Es algo que no me esperaba», concede John Irving (Exeter, New Hampshire, 1942), que a sus 81 años presenta El último telesilla (Tusquets Editores), su novela número 14 —con sus más de mil páginas, la más extensa de todas—, que llega este miércoles 4 de octubre a las librerías españolas.

Siente que se le valora lo suficiente y no cree que le haya perjudicado su visión realista de la novela. «Recibo lo que merezco. Ni siquiera creía que esto iba a hacerme popular. Se ve que no lo he hecho del todo mal», bromea para tratar de comprender su triunfo: «Seguramente me ayudó el hecho de no haber tenido éxito comercial hasta mi cuarta novela. Hasta entonces sobreviví ejerciendo de profesor, dando clases de inglés, de filología, de escritura y hasta de lucha libre. Así me ganaba la vida. Cuando pude mantenerme solo con la literatura, para mí, fue un lujo. Percibo esto como una suerte inmensa. Escribo cada día, todo el día. Y me considero un hombre muy afortunado porque mis novelas —aduce— podrían haber sido completamente ignoradas».

Nada hay de casual en su trayectoria, su elección del realismo y su labor. Siempre lo tuvo claro. Con 17 años, como creador en formación, únicamente pensaba en que quería ser un escritor como Charles Dickens. Siendo un adolescente, insiste, ya concebía la búsqueda como la recreación de la narrativa, en lo argumental y el estilo, de Melville. «No quería imitar a nadie moderno. Esas grandes novelas del siglo XIX constituyen la forma novelística que más admiro. Es muy anticuado, lo sé, soy un escritor chapado a la antigua. Y es así deliberadamente», insiste.

Él nunca ha padecido la tentación de las vanguardias, de ponerse posmoderno. Pese a que cuando se recita la nómina de los grandes nombres de la literatura norteamericana actual —Pynchon, Anne Carson, Cormac McCarthy, Joyce Carol Oates, Foster Wallace, Margaret Atwood, DeLillo, Philip Roth, Alice Munro, Robert Coover, Auster— no es infrecuente que se le olvide o postergue. Irving recuerda que cuando era un aspirante a escritor, en los años 50 y 60, en pleno crecimiento, ya supo que sus compañeros de viaje no serían sus contemporáneos. Se decidió por unos modelos aparentemente periclitados y con un ambiente a contrapelo: «Mis amigos odiaban a Dickens y todos esos escritores del XIX. Ellos estaban volcados con esos leones de la contemporaneidad que eran Hemingway, Faulkner y Scott Fitzgerald. Si yo hubiera admirado a Faulkner en vez de a Dickens no habría sido novelista; no habría funcionado», advierte.

Irving es un escritor preocupado por mantener el interés del lector, un desvelo que no encaja en los hacedores de novelas artefacto, en la era posJoyce. «Esta inquietud es muy decimonónica [ríe], como tampoco puedo evitar la implicación emocional con los personajes, empatizar con ellos, amarlos, temer lo que pueda ocurrirles». En este aspecto, añade, una voz narradora en primera persona como la de El último telesilla le simplifica la tarea.

Muy decimonónica es también la utilización de fantasmas en su novela, aun entendidos como un rastro espiritual de personas queridas fallecidas. «Hasta los más racionales han tenido experiencias fantasmagóricas. Yo estoy muy decepcionado porque nunca vi esos fantasmas que otros ven. No dudo de su existencia, y lo digo como no creyente. Porque los seres que amamos, cuando se han ido, viven en nosotros», proclama.

Irving, anota, ha sido siempre «un escritor muy visual». Y vuelve en sus comparaciones a Dickens, que, dice, también lo era, porque tenía un historial relevante vinculado al teatro, y a Melville, que vivió muchos años de navegación y al volver, razona, tenía la necesidad de contar lo que había visto. O Thomas Hardy, que leerlo, insiste, es «como ver una película». «Yo, cuando estoy escribiendo, lo visualizo todo como si tuviera una cámara. Es la manera en que trabajo», detalla.

El guionista obsesionado

En el 2016 dejó su faceta como guionista de cine y televisión y se centró en la escritura, porque, por mucho que visualiza su escritura, elaborara guiones y le guste el cine, lo que verdaderamente le «obsesiona» son sus novelas. Dedicó 14 años a escribir Las normas de la casa de la sidra y los últimos seis los empleó en El último telesilla, «la más larga pero no la más difícil», alega, porque no le exigió investigación, viajes ni documentación; estaba en su cabeza en tanto que la guía autobiográfica le sirvió para edificarla.

A partir de ahora será más breve. Esta es una despedida de las novelas extensas, no de la literatura. De hecho, tiene listos los catorce primeros capítulos de la próxima novela, que, apunta, serán una tercera parte o la mitad del total. Y ya hay más esperando, celebra divertido, que serán mucho más cortas aun. Espera que puedan ser dos o tres al menos. «No sé cuánto aguantaré. Amigos con los que he ido a la escuela ya han fallecido. La alternativa a morir es ser viejo, y me siento bien siendo viejo. Tengo la intención de seguir por aquí un tiempo más. Y no preveo dejar de escribir», avisa no sin humor.

Creció vinculado a la defensa de los derechos de las mujeres y de los homosexuales

El último telesilla, afirma John Irving, «no es una novela polémica ni reivindicativa, si acaso didáctica; era mucho más controvertida Las normas de la casa de la sidra». Son ocho decenios de historia de una familia en la que un heterosexual convive con varios miembros homosexuales. Una circunstancia que él mismo experimentó, con sus dos hermanos pequeños gemelos, una lesbiana y un gay. Esa fue la escuela de libertad sexual que forjó su carácter y su forma de pensar, junto con su madre, que trabajaba como asistente en un centro de asesoría familiar y se enfrentaba a diario a casos de jóvenes embarazadas sin edad legal para mantener relaciones sexuales, y antes de que el aborto estuviese permitido y fuese accesible. «No me considero profético, naufrago a la hora de predecir el futuro. Todas mis novelas viajan al pasado, y hasta podrían considerarse históricas. Si la política sexual que emanan parece adelantada a su tiempo es solo por lo atrasados que estamos. Vamos hacia atrás, especialmente mi país», lamenta.

La comunidad LGTBIQ+ y las mujeres, arguye, son tratadas en EE.UU. hoy como minorías sexuales, están más en el punto de mira. «El odio que sienten las personas intolerantes por las minorías sexuales ha existido siempre, no es nuevo, pero ahora —denuncia—, con este auge de la ultraderecha, ha encontrado un altavoz para expresarse de nuevo sin complejo alguno».

Irving vivió así naturalmente vinculado a la defensa de los derechos de las mujeres, de los homosexuales y el colectivo LGTBIQ+, y le sigue ocupando. «He sido su aliado siempre, también en mis novelas, y no tuve que inventar nada, solo es producto de la manera en que crecí». Y eso se nota en El último telesilla. Rechaza que la escena más difícil del libro tenga su origen en un episodio de abusos sexuales que padeció a manos de una mujer adulta —a la que apreciaba mucho— cuando contaba 11 años porque, sostiene, entonces no se sintió agredido, ni le supuso un trauma, ni tuvo efecto alguno sobre él. «Solo fui consciente de que aquello había sido una agresión intolerable cuando ya era padre y mis hijos cumplieron esa misma edad. Entonces me sentí enfurecido. Antes de eso habría defendido a aquella mujer a capa y espada. Y si no hubiera tenido hijos probablemente ni lo hubiera mencionado», confiesa y deja claro que lo que acaece en la novela es mucho más interesante y complejo.

«No sé por qué, pero el fascismo está de vuelta en el escenario»

La novela El último telesilla, una odisea familiar que viaja desde los años 40 hasta la segunda década del siglo XXI, termina por ser un retrato de EE.UU., un periplo en el que, en muchos aspectos, observa John Irving una regresión. «Yo no soy politólogo ni un profeta. No puedo decir por qué, pero el fascismo está de vuelta en el escenario. No sería la primera vez en que los seres humanos no han aprendido nada de las lecciones que ofrece la historia. Tenemos que tomar nota del pasado, no repetirlo, pero al final la historia siempre se repite», deplora el escritor. Estados Unidos, dice, nunca ha sido un país completamente unido, pero hoy la polarización se ha extremado como nunca antes había visto: «Qué ingenuo era que creía que mi país nunca estaría tan dividido como lo estuvo cuando la guerra de Vietnam, pero me equivoqué», reconoce. Es fácil, prosigue, señalar con el dedo a un mentiroso tan terrible y un político tan fraudulento como Trump, pero «no se le puede dar tanto crédito; los que estaban detrás —asevera— ya se hallaban allí cuando encontraron como portavoz a este personaje demagogo, imbécil y xenófobo».