Fallece John Barth, un narrador posmoderno que bebió «sonriente» de los clásicos
CULTURA
El escritor estadounidense dejó un puñado de ambiciosas y gozosas novelas tan burlescas como extravagantes
06 abr 2024 . Actualizado a las 05:00 h.John Barth (Cambridge, Maryland, 1930), Robert Coover (Charles City, Iowa, 1932), Thomas Pynchon (Long Island, Nueva York, 1937) y Jim Dodge (Santa Rosa, California, 1945). El póker de genios —los últimos— de la literatura posmoderna estadounidense ha dejado caer un as, el más antiguo. Barth falleció el pasado martes 2 de abril a los 93 años en la residencia geriátrica en la que residía en Bonita Springs, Florida. Finalista de los National Book Awards en 1969 y ganador en 1973 —ya había sido nominado en su debut con La ópera flotante (1956)—, Barth llevaba casi cuatro decenios sin publicar ficción, pero su estrella seguía refulgiendo en el cielo de la letras universales; y es que su inventiva, su innovadora y juguetona escritura dejó abiertos nuevos cauces para la narrativa en la segunda mitad del siglo XX. Barth quería ser músico de jazz, pero acabó desistiendo cuando advirtió que le faltaba talento, y ya en la Universidad John Hopkins un seminario sobre el Quijote impartido por el poeta Pedro Salinas le confirmó un destino, le hicieron entender que dedicaría su vida a la literatura. Así se lo contó en una entrevista al escritor de ascendencia gallega Eduardo Lago, quien, por cierto, se encargó de la traducción al castellano de una de sus obras magnas, El plantador de tabaco —1960, que culmina esa especie de trilogía iniciada con La ópera flotante y El final del camino—, para el sello de origen mexicano Sexto Piso, que es el que con más mimo ha cuidado su trabajo en España.
El espíritu de la prosa de Barth se forjó en el Estados Unidos de la Guerra Fría, y la amenaza de la conflagración nuclear, el movimiento beat y las drogas, la lucha por los derechos afroamericanos y Vietnam... Psicosis colectivas, desmadre contracultural y obsesión de control por parte del Gobierno federal. La única reacción cabal que cabía ante este ambiente, y también para mantener la cordura, lo explicaba el autor, era el humor negro y el cuestionamiento de la validez de la narrativa del siglo XIX, de Dickens o Balzac, para hacer frente a la realidad que le tocó vivir —a él y a su generación, no estaba solo en sus derivas posmodernas—. No le fue fácil, lo acusaron frecuentemente de ser un mero virtuoso de la palabra, un técnico, reproches que tuvo la oportunidad de responder con su jocosa ironía profesoral pero también desde su condición de teórico, investigador y ensayista.
En todo caso, divertido como era, fue un gran conocedor del orbe clásico grecolatino y de las literaturas europeas —buena parte de su ambiciosa novela Giles, el niño-cabra (1966) la escribió en el sur de España—. Solía decir que, aunque su imaginación hundía sus raíces en las marismas de Maryland donde se había criado, de aprendiz bebió de los grandes modernistas Joyce y Faulkner pero también de «los antiguos contadores de historias como Scherezade y Boccaccio», a lo que sumaba la devoción por el exceso de sus queridos Cervantes, Melville, Laurence Sterne y Joaquim Machado de Assis. Una estirpe de fabulosos creadores muy a la (des)medida de su extravagante proyecto literario. A él, aunque se quitase importancia, y bromease con sus inicios a caballo entre el nihilismo —«sonriente», matizaba— y los existencialistas galos, no lo iban a pillar con argumentaciones inconsistentes. De hecho, en sus últimas obras y libros de cuentos revisita personajes y mitos clásicos de la literatura.
En todo caso, más allá de tratar de comprender a este genial humorista, lo mejor que se puede hacer es leer su obra. Y qué mejor que empezar por la burlesca odisea de El plantador de tabaco.