Irreconocible Paul Schrader en la apagada y anémica «Oh, Canada», su reencuentro con Richard Gere tras «American Gigolo»

Jose Luis Losa CANNES / E. LA VOZ

CULTURA

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Yorgos Lanthimos retorna en Kind of Kindness al terror impávido donde realmente muerde

18 may 2024 . Actualizado a las 09:17 h.

Del griego Yorgos Lanthimos conocimos su cine más estremecedor e indeleble justo cuando se abrió paso internacionalmente. Y lo hizo a dentelladas, con dos obras tan demoledoras en su acercamiento sin red a la máxima deshumanización como Langosta y El sacrificio de un ciervo sagrado, ambas propulsadas precisamente en este Cannes que consagró su radicalidad. Luego asistimos a un bien perceptible proceso de cierto encogimiento en la osadía de sus naturalezas asalvajadas. Buscaba, sin duda, llegar a un público mayoritario. Y eso le llevó a firmar películas estimables como La favorita o un trampantojo oportunista, en el caso de la reciente Poor Things, que elevaron su cotización en las galas de los Oscar o en las recaudaciones en taquilla pero que supusieron una rebaja en la riqueza innegociable de Lanthimos y su cine de la crueldad, el que lo había llevado a ser una de las autorías de las que ansiabas conocer nuevos desafíos.

Es una celebración comprobar en Kind of Kindness, que compite aquí por la Palma de Oro, como Lanthimos ha vuelto sobre sus pasos, quizás saciada su sed de premios y fama con el León de Oro y las estatuillas doradas de su ya citada penúltima película. Y en este nuevo filme suyo compone un tríptico de historias ?totalmente independientes, aunque hermanadas por una misma y perturbadora vivisección de universos de la más inimaginable insania atmosférica y por un reparto compartido que reúne a Emma Stone y Willem Dafoe, ambos ya presentes en Poor Things, con Margaret Qualley y Jesse Plemons- con el que parece ejercitar un despliegue absoluto de sus poderes, para quien lo diese ya por autor domesticado por un cierto mainstream. No hay mínimo asomo de complacencia en cada uno de estos tres relatos que desarbolan las certezas de la humanidad entendida desde Rousseau como contrato social. Para Lanthimos, Hobbes se queda corto porque el hombre no es ya un lobo para el hombre sino un antropófago en su construcción de unas relaciones de dominio que superan cualquier racionalidad y lo acercan -por ejemplo- a los territorios de descomposición del género humano de J. G Ballard o a las mejores hibridaciones del terror psicosomático de David Cronenberg.

La primera de las historias de este abigarrado jardín de las delicias que es Kind of Kindness parte de uno de esos estremecedores mundos presididos por una cadena de esclavitudes sustentadas sobre fáusticos pactos del horror. Relaciones de dominio que extienden sus garras mucho más allá del respeto por la vida humana, que parten de unas servidumbres enraizadas en lo que percibimos como el Mal Absoluto. En ella, Jesse Plemons es el sumiso instrumento 24/7 de Willem Dafoe y Margaret Qualey. Cuando en la cima de la impiedad inimaginable recibe una orden que remite directamente a Crash decide liberarse de ese pacto tanático. Pero descubre pronto que su existencia carece de sentido fuera de ese control alienante y aniquilador. Y retorna al redil en un giro de guion de una brillantez que la eleva a los niveles del más proteico Lanthimos como generador del miedo pánico.

Los otros dos sketches no desmerecen en absoluto de ese clímax inicial. Ideas como la de que tu pareja, rescatada de un naufragio en una isla remota, puede no ser ya la misma persona. O un acercamiento al control de las sectas y a la búsqueda de seres con poderes para revivir cadáveres que reinventa conceptos clásicos del cine o la literatura de terror clásicos y los sirve Lanthimos en pantalla como materias neonatas que te estremecen hasta la médula. En esta relevancia suprema de Kind of Kindness hay un dominio de los guiones y de la estilización vampírica de la puesta en escena que sitúa este tres por uno del griego en niveles inalcanzables para casi nadie en el cine actual del desasosiego. Y esa complicidad de su cuadro de actores, esa compañía escénica estelar formada por Margaret Qualey, Emma Stone, Jesse Plemons y Willem Dafoe no hace sino propulsar aún más a Kind of Kindness, hacia una Twilight Zone de una sofisticación crudelísima y pocas veces vista.

Un Paul Schrader desnaturalizado

En torno a Oh, Canada se alineaban todos los astros para que aguardásemos una experiencia fílmica fastuosa. Contábamos con el estado de forma pletórico de Paul Schrader -que venía de encadenar piezas sublimes de su cine de la culpa y la autoflagelación, desde First Reformed en 2017 a The Master Gardener en 2022, dejando entremedias esa obra maestra incontestable que era The Card Counter- erigido en uno de los dos más grandes veteranísimos en estado de gracia del cine universal, junto a Marco Bellocchio. Partía ahora Schrader de un guion basado en una novela del recientemente fallecido Russel Banks, de quien ya había adaptado en 1997 Affliction, una de las cúspides de su filmografía. Y sumaba a todo esto el factor humano de la reunión del cineasta con Richard Gere, 44 años después de que él mismo le diese su primer rol protagónico en American Gigolo. Por eso te deja -más que entristecido- directamente desfondado encontrarte en Oh, Canada con una película desconcertante e irreconocible en su desarmante cursilería en torno a una confesión vital, cuando lleva la firma del calvinismo feroz e irredento de Schrader. Quiere contar el filme el descargo de conciencia de un director de cine que, ya moribundo, decide contar a cámara lo que hay de verdad en su mitificación como figura de la contracultura y la contestación política, una leyenda iniciada cuando huyó de los Estados Unidos para refugiarse en su vecino del norte y protestar así contra el conflicto de Vietnam.

Ves a un Richard Gere convenientemente envejecido (en el flashback de su juventud lo encarna ese inane astro centennial llamado Jacob Elordi) e imaginas que asistirás a uno de esos corolarios o vía crucis despiadados que Schrader nos ha deparado desde los guiones de Taxi Driver, La última tentación de Cristo o Fascinación y en su propia tarea como director en Hardcore, Mishima o El placer de los extraños, entre tantas. Pero lo que las imágenes te devuelven es una insulsa autoinculpación de un fulano cuyos mayores pesares de conciencia son los de haber vivido una juventud de machirulo picaflor y una incapacidad para el compromiso amoroso. Y en cuanto a su rol de héroe de la resistencia política, la autoinculpación te revela -en una secuencia sin sentido del ridículo, impropia de su venerado autor- el pecadillo de monja de evitar el reclutamiento vietnamita marcándose una interpretación de joven con mucha pluma, algo incapacitante en los años 70 del pasado siglo.

No entiendo nada de lo que puede haber detrás de este empequeñecimiento del gran Schrader hasta la nimiedad. Ni en la caída en la bobaliconería por parte de un director que no hace ni un par de años demostraba que seguía siendo el más voraz e imperturbable castigador de emociones de su quinta generacional. Te produce cierto horror vacui asistir a como el día después de que te haya devorado el alma ese desplome de Francis Coppola que deja su memoria reciente transformada en una catastrófica Zona Cero asistas a la caída al vacío melifluo, con armas y bagajes, de Paul Schrader, el más duro de la clase. A ver si la liquidación absoluta del Nuevo Hollywood, algo que no lograron ni Ronald Reagan y su Mayoría Moral ni el oligopolio o el dumping de toda la industria del cine norteamericano, va a perpetrarla este Cannes 77 dando un abrazo del oso a los supervivientes de aquella espartaquista revuelta en el cine, esos que parecen desfilar en esta semana hacia una Croisette revertida en cementerio de elefantes.

La tercera película a concurso de la jornada, la rumana Three Kilometres to the End of the World deja bien claro que su director, Emanuel Parvu, es de lejos el colega menos aventajado de la generación de la edad de oro del cine de su país, los Radu Jude, Cristi Puiu, Cornelius Porumboiu o Cristian Mungiu. Arranca con la muy violenta agresión homófoba que ha sufrido un joven en un poblacho de delta del Danubio. Y ahí la película se queda varada. Gira una y otra vez sobre obviedades como que la policía no está muy por la labor de enarbolar los derechos queer, de que los caciques de turno mueven sus hilos para que el agresor quede eximido de culpa . Y al final todo parece quedar reducido a aquel chiste de Miguel Gila que afirmaba que “el que no sepa aguantar una broma, que se vaya del pueblo”. Todo ello filmado sin un ápice de las maravillosas convulsiones narrativas que el cine de Rumanía ha experimentado en lo que va de siglo. Emanuel Parvu se enceja en ignorar por completo esa revolución. Y sus Tres kilómetros para el fin del mundo se hacen más lentos que la aporía de Aquiles y la tortuga.