
Uno de los actores más influyentes de la historia de Francia, deja un extenso legado y un generoso puñado de papeles memorables
18 ago 2024 . Actualizado a las 19:02 h.En 1935, al suroeste de París, en la tranquila localidad de Sceaux, nació Alain Delon. A partir de hoy, para hablar del que un día fuera el tipo más apuesto de toda la coqueta Francia, habrá que emplear siempre el pasado. Se ha ido a los 88 años dejando, no obstante, su bonito y extenso legado. El recuerdo, el cariño y los suspiros de millones. Un centenar de títulos, no pocos icónicos. Algunos, hasta maestros. El samuray colgó el sombrero. Se reúne con su amigo del alma Belmondo. Borsalino es ya cosa del cielo.
Ni rizos de oro ni ojos azules. Delon vino al mundo para reivindicar la belleza de los tonos apagados. Flequillo de carbón y mirada gris verdosa. De una intensidad que atravesaba pantallas. Miembro de honor del selecto club de los que no necesitaban hacer gran cosa para levantar a pulso un proyecto. Una peli mala con Delon en el elenco pasaba a ser una peli decente. Una decente pasaba a ser buena. Una buena, inolvidable. Durante mucho tiempo se le negó, sin embargo, el crédito que sin duda merecía por sus dones que no tenían que ver con la guapura. De tener un rostro como esculpido en mármol no tiene uno el mérito. Es algo de nacimiento. Pero es que Alain era, además, un gran actor.
Hierático y, normalmente, poco dado al diálogo extenso. Tenía, sin embargo, algo juguetón en el semblante que valía por muchas, muchas palabras. Era capaz de modularse desde la contención para hacer de sus recursos interpretativos un potente arsenal. Porque no basta con ser apuesto para pasar a la historia de las artes. Galanes de celuloide ha habido muchos. Este tenía algo distinto. Un puñado de rasgos inconfundibles. No fue la suya, es cierto, una andadura de metamorfosis. Como mucho se ponía y se quitaba el bigote. Pero es que no se cambia un coche que funciona. Los más puristas de la estética hasta podrían argumentar que a una facha como la de Delon no se le añaden condimentos. Que sería de mal gusto, como echarle mayonesa a los spaghetti.










Sin necesidad de mutar apenas el aspecto, tocó casi todos los palos. Del thriller al wéstern. De la comedieta romántica al drama decimonónico. Se peleaban por él, además de una multitud de enamorados anónimos desperdigados por el planeta, los grandes autores de la época. En La piscina, Flic Story y los dos Borsalinos —el primero, ya mencionado, con el más querido de sus camaradas— de Deray. En ¿Arde París?, Los Felinos y A pleno sol, de Rene Clément. O el José Giovanni de El gitano, Tres aventureros, Dos hombres en la ciudad y El clan de los sicilianos. Mucho anduvo también por aquella Italia cinematográficamente superdotada del siglo pasado. Con Antonioni en El eclipse. Con Visconti en Rocco y sus hermanos y El gatopardo. A las órdenes del británico Terence Young en el genial wéstern italo-franco-hispano Sol Rojo, donde dejó la imagen inmortal de su enfrentamiento con Toshiro Mifune. Con un señor de Wisconsin, Joseph Losey, en la excelente El otro señor Klein.

Pero, si hay que elevar alguno de estos binomios por encima del resto, que sea el que formó con Jean-Pierre Mellville. Tres títulos que saben a un centenar —hasta uno de sus hits bigotudos—. Impreso en las retinas quedó su atuendo de sicario silencioso en Le Samourai. Gabardina beige, sombrero gris y pistola plateada, la fórmula del éxito. En El círculo rojo, ladrón con honra —y, ya se ha dicho pero se repite, con bigote— que hacía equipo con Yves Montand y Gian María Volonté en una obra maestra redonda y rotunda que coquetea con la perfección. Completó la trilogía con Crónica Negra, bien acompañado por Catherine Deneuve y Richard Crenna.

Exprimió tanto la vida que, en sus años finales, pareció haberse cansado de estar en el mundo. Acudió al funeral de su amigo del alma Belmondo con los ojos tristes de la nostalgia. Con recuerdos amontonándose. Y, entonces, en un arranque de pasión melancólica, dejó a toda Francia preocupada cuando aseguró que le hubiera gustado morir a la vez que su compañero de juergas y actuaciones. Después de aquel episodio, mantuvo al mínimo sus apariciones públicas. De vez en cuando, trascendía alguna noticia sobre su delicado estado de salud mental o sobre los litigios abiertos con sus hijos por cuestiones varias, ninguna bonita.
Pero, ahora que se ha marchado, el Delon que queda es el lleno de vida. Se borran los amargos compases finales. El fulgor apagado de superestrella de otra época. Ahora es otra vez la belleza elegante de Sceaux, ya para siempre. El que coqueteaba con el público. El que tenía por ojillos aquellas perlas que, de magnéticas que eran, daban hasta un poco de rabia. Esa mirada, esa mirada...