El fin del comunismo visto por una niña le da a Corina Oproae el premio Tusquets
CULTURA
![La autora rumana Corina Oproae (Fagaras, Transilvania, 1973), posando este jueves con su premio.](https://img.lavdg.com/sc/l98JDIMwQsaFqb5amRIgT_1eL2I=/480x/2024/09/19/00121726764841547683944/Foto/efe_20240919_125516514.jpg)
«La casa limón», primera novela de la escritora rumana afincada en España
20 sep 2024 . Actualizado a las 17:30 h.Todo comenzó con una pregunta infantil, con frecuencia plena de lucidez. La escritora y traductora rumana afincada en España Corina Oproae (Fagaras, Transilvania, 1973) trataba de restablecer de algún modo los vínculos con su lugar de origen. La poesía y la maternidad parecían haberla rearmado para ese viaje hacia atrás. Llevó a sus dos hijos a que conociesen el país. Stela tenía entonces menos de diez años. La madre le hablaba a ella y a su hermano Alex del fin del régimen de Ceaucescu, del comunismo y su caída... Y su hija detuvo aquella prolija disertación: «Me ha gustado Rumanía... Pero, mamá, ¿de dónde cayó el comunismo?». Y es que Oproae había olvidado algo esencial: «Mis hijos, mi familia, mis alumnos, todos los que me rodean son ajenos a esa realidad. Pese a que me lo pedían a menudo, yo evitaba hablar del comunismo. Ni en conferencias, ni en la poesía». No solo era doloroso, era tarea ardua afrontarlo. Pero, en aquel momento, tras escuchar a su hija, se dio cuenta de que aquella pregunta exigía una novela. Tiempo después se sintió preparada para encararla. Habían transcurrido más de treinta años, un período suficiente —dice— para hacer las paces, para poner las cosas en su sitio. De ahí la distancia, la mirada diferente que buscó y consiguió en La casa limón, novela con la que —este jueves se hizo público en Barcelona— se alzó con el premio Tusquets en su 20.ª edición.
«Se ha contado más el comunismo desde la disidencia, desde lo visceral, en caliente, con vocación de denuncia. Yo elegí la ficción, porque no estoy en una etapa de la vida en la que me gustaría escribir unas memorias. Ni me lo planteé», subraya. La novela empezó siendo un libro de cuentos entrelazados. Entonces, para cuando tenía ya la voz de la niña, comprendió que le serviría para explorar un material autobiográfico al que, por otra parte, sabía que no se quería ceñir.
Acepta, en este sentido, las concomitancias, que alcanzan también un carácter casi generacional, con el trabajo con que la autora bielorrusa establecida en Argentina Natalia Litvinova —también traductora al español— obtuvo el pasado junio el premio Lumen de novela: Luciérnaga. Litvinova dejó su país a los ocho años, en un exilio por necesidad, marcado por el accidente nuclear de Chernóbil, y vivió en lugares diferentes en los que va aflorando su mirada nostálgica, en pos de una especie de cobijo para procesar todas esas vivencias. Ahí halla Oproae un universo común. Algo similar le sucede con Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia, donde la profesora albanesa residente en Londres Lea Ypi realiza un personal ensayo sobre el colapso del estalinismo y la difícil llegada de la democracia en su país.
Herta Müller y Agota Kristof
Incluso así, considera Oproae, este tipo de literatura se ha practicado poco hasta ahora. Y apela a dos referentes clave en su escritura y sus planteamientos: su compatriota residente en Berlín Herta Müller (1953) y su obra En tierras bajas, en la que habla de la niña que fue y del horror que vivió la minoría suaba en tiempos de Ceaucescu, y la escritora húngara huida a Suiza Agota Kristof (1935-2011) y su libro El gran cuaderno —primera parte de la trilogía Claus y Lucas—. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, de la escritora moldava Tatiana Tibuleac (1978), añade, se sitúa en ese espacio de afinidades.
De la rumana Müller, advierte, la separa la perspectiva: «Ella parte del rechazo y el odio al comunismo; yo, desde la nostalgia y la ternura hacia el pasado». Niega, sin embargo, que esa distancia dulce con la que narra blanquee la dictadura de Ceaucescu. Son las desgracias que sufre la niña, diversas catástrofes personales, salvo que la autora —objeta— pone el foco en las cosas que le interesan: «En ningún modo es una visión de los hechos a través de la nostalgia, con el ánimo de cambiar el pasado y decir qué-bonito-fue-aquello. No es un echar de menos esa vida que vivías porque estabas a gusto. La nostalgia nos la da el paso del tiempo. El relato muestra las situaciones que padeció la niña y la adolescente. Y no hace falta que yo añada nada más, solo con exponer lo que pasó, el lector juzgará», concluye.
«Todas las dictaduras se parecen», dice la poeta y traductora
«Todas las dictaduras se parecen —dice Corina Oproae—, y por desgracia España y Rumanía compartimos ese terrible pasado reciente. Ya sean de derechas o de izquierdas, las dictaduras se parecen. Pero lo que se parecen sobre todo son las infancias». Es en ese aspecto donde cree que el libro será bien entendido y acogido por el lector español. Un argumento en el que converge el escritor madrileño Antonio Orejudo, presidente del jurado —que adoptó su dictamen por unanimidad— y que vio reflejada en el texto su infancia durante el tardofranquismo y aquella fuerte sensación de que —ignorando entonces qué significaba Franco— percibía la relevancia de su muerte. La mirada de la niña de nuevo se antoja crucial. Como proclama la poeta estadounidense Louise Glück? en la cita que abre el libro —que se publicará el 9 de octubre—: «Miramos el mundo una vez, en la infancia; el resto es memoria».
Orejudo hizo suyo enseguida el relato, recuerda, gracias a la mirada complejísima de la niña, que, en realidad, matiza, es una mezcla de mujer y niña, que dialogan: «La voz de un niña no tiene ninguna gracia —incide—, sí la tiene ese toma y daca que se establece entre ellas». La frescura y ternura de esa voz narradora radica en esa comunión, en esa tensión, insiste, que corroboró la segunda lectura de la novela que hizo. La riqueza notable del relato reposa, ahonda, en que no es lineal, que se conduce dando saltos, entre el presente y el pasado. La impresión de sencillez que deja su disfrute, que hace devorar sus páginas, arguye Orejudo, es engañosa, porque la escritura esta tejida con hilos de gran sutileza. «Encontrar ese equilibrio —tercia Oproae—, la dosis justa de niña que cuenta y de adulta que reflexiona, fue una labor primordial. La novela pasó por diversas fases, no siempre fue así, había mucha más reflexión, pero tuve que podar con sacrificio pasajes muy bien escritos. Y es que la voz de la niña dejaba de ser creíble y la novela fracasaba». Ese fue el esfuerzo mayor, como también el de calibrar el peso suficiente de la poesía, que en su exceso ahogaría al lector. Todo para lograr «esa forma de escribir tan orgánica y un texto que hace que te sientas en casa», como alabó la autora sevillana Silvia Hidalgo, integrante del jurado y ganadora de la edición anterior.