László Krasznahorkai: «En el mundo mandan la estupidez y la mentira, que es muy contagiosa»

miguel lorenci MADRID / COLPISA

CULTURA

Begoña Rivas

«La literatura no es un tirita para curar las heridas de mundo», advierte el escritor húngaro

30 sep 2024 . Actualizado a las 05:00 h.

Nunca quiso ser escritor. Fue minero, vaquero y vagabundo por Asia y Europa y América, pero hoy tiene muchas papeletas para ser Premio Nobel de Literatura. El húngaro László Krasznahorkai (Gyula, 70 años) es un grande de las letras europeas. Sus densas y angustiantes novelas están llenas de apocalipsis y falsos profetas que nos cantan las mentiras que queremos oír. Tantos son, que «en mundo mandan hoy la estupidez, la ignorancia y a mentira, que es muy contagiosa».

No cree que el homo sapiens haya mutado en homo stupidus, pero sí que «las masas se vuelven estúpidas, brutas e ignorantes por su impotencia y su incapacidad de actuar. «La verdad se ha perdido, la ignorancia es una plaga y hace que estemos orgullosos de la estupidez masiva que nos rodea es eterna», dice. También lamenta la persistencia de la maldad. «El mundo lleva mucho tiempo siendo como es, no se ha convertido en malo ahora, pero la maldad no es ni pequeña ni grande: da igual que se trate de un solo nazi que viaja en un tranvía abarrotado o la inconmensurable maldad de Putin», plantea.

En tanto los académicos suecos deshojan la margarita, Krasznahorkai recogía este viernes en Marrakech el prestigioso premio Formentor, que él querría compartir «con el príncipe Miskhin, con Joseph K. o con Don Quijote». «Ya no traigo mi arma a las entrevistas», dice risueño, mirando fijamente con unos intensos ojos azules y con su nívea melena protegida del intenso sol marraquechí con un sombrero panamá. Esquivo y refractario a la vida pública y al bullicio editorial, el autor a quien se compara con Kafka, Thomas Bernhard, o Bulgakov, desdice su fama de ogro derrochando simpatía.

Para la francesa Annie Ernaux el Formentor fue la antesala del Nobel, algo que a Krasznahorkai no le quita el sueño. «Mi amigo Thomas Pynchon, de quien aprendí a disfrutar de la pizza, sí que se lo merece. Si me lo dieran, se lo llevaría a él a Nueva York», dice tirando de modestia el escritor al que Susan Sontag y W. G. Sebald situaron en el mapa.

Las profundas y originales novelas de Krasznahorkai se han traducido a más de 40 idiomas. Melancolía de la resistencia (2001) fue la primera en español. En la última, El barón Wenckheim vuelve a casa (Acantilado), pone a prueba al lector, con lo que su editor británico llama «flujo de lava narrativa», en el que imperan la melodía y el ritmo de unas frases interminables y densas. El punto es una rareza en sus textos. «No lo odio, pero me niego a que cuando muera se diga que es mi punto final», bromea.

Su barón regresa a su pueblo tras muchos años ausente en busca de su amor adolescente y se topó con una Hungría dominada por inefables políticos y periodistas. «Los políticos son los seres más dañinos que hay» dice. Cree que Hungría «no tiene arreglo». «No es un país, es un gran centro psiquiátrico del que se han marcado los médicos y donde los enfermos juegan a médicos», afirma.

Un trotamundos

Krasznahorkai estudió Derecho, Lengua y Literatura. Partió peras con su adinerada familia y recorrió en autoestop la Hungría comunista que abandonó en 1987 para viajar con una beca a Berlín. En los noventa pasó largos períodos en Mongolia y China y Japón buscándose la vida en mil oficios. De vuelta a la Hungría que dejaba la pesadilla comunista, se topó con otra, la del capitalismo salvaje.

Mientras escribía la novela Guerra y guerra (1999), vivió en el apartamento de Allen Ginsberg del East Village de Manhattan, codeándose con Lawrence Ferlinghetti, Gregory Corso o los músicos David Byrne y Philip Glass. Tras algunos años como editor, se convirtió en escritor. Ahora vive recluido y sin contacto casi con el mudo exterior entre Viena, Trieste y las colinas de Szentlászló. «Me he paso la vida yéndome de los sitios», ironiza

Sus personajes suelen ser fracasados que se mueven entre la esperanza y el desencanto, los apocalipsis y los prestidigitadores que hoy copan la política. «La gente no necesita la verdad, no necesita profetas de la verdad, y sí falsos profetas les mientan y les prometan un mundo mejor, y hoy tenemos un buen repertorio» dice aludiendo a Putin Trump y Orban.

A Krasznahorkai, como a Terencio, nada humano le es ajeno. Le interesan sus congéneres las plantas, los animales, y en especial la belleza. Pero cree que la literatura no arregla el mundo. «No es una tirita para curar las heridas de mundo», dice. «Tampoco hay arreglo para el drama de la inmigración. Políticas migratorias como las de Orban o Meloni solo pueden hacerse si se considera a los emigrantes una catástrofe natural en lugar de personas.

Su primera novela Tango satánico, la más conocida, reveló su singular talento narrativo y fue llevada al cine por su amigo el cineasta Béla Tarr como Melancolía de la resistencia. También están traducidas al castellano Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río, Ha llegado Isaías, Seiobo descendió a la Tierra, Relaciones misericordiosas y El último lobo, en la que habla de Extremadura.

«Todos mis libros son en realidad un fiasco. No son obras literarias que hayan salido bien. No son perfectas, y para mí algo no es perfecto si es peor que La Odisea de Homero. El destino del escritor es el fracaso», concluye.