La ambiciosa producción de Amazon, presentada en el Festival de Sitges, se basa en la primera de las novelas de la trilogía debida al narrador pontevedrés Manel Loureiro
05 oct 2024 . Actualizado a las 05:00 h.Cuando un libro —o una serie de libros— alcanza el extraordinario nivel de ventas de la trilogía de Manel Loureiro (Pontevedra, 1975) Apocalipsis Z, que ese material sea objetivo de adaptación cinematográfica es cuestión que cae por su peso. De hecho, lo que sorprende de que vea ahora la luz en la pantalla la primera de esas novelas del escritor gallego, Apocalipsis Z: el principio del fin, es lo tardío del proceso. Publicada originariamente como contenido de blog y luego como novela en el 2007, y convertida en fenómeno editorial en el 2010, han pasado catorce años hasta que la digestión del superventas concluyó en la pertinente ficción audiovisual. Eso sí, llega con el marchamo de la plataforma Amazon, lo que garantiza a esta producción un alcance internacional equiparable o superior al alcanzado por el libro.
Y es algo que vendrá muy bien al proyecto, porque, a estas alturas, parece una obviedad subrayar que la invasión zombi llega tardíamente a Galicia: toda la acción se desarrolla en la ría de Pontevedra y en la isla de San Simón. También en un imaginario hospital pontevedrés por cuyos pasillos se produce alguna de las ceremoniales persecuciones contorsionistas de muertos vivientes.
Hablo de un cierto anacronismo porque, si la pasada década el universo zombi alcanzó la cima de su popularidad encarnada en las once temporadas de la serie The Walking Dead y sus spin-offs, la conclusión de aquella aventura apunta también a un agotamiento del filón. Nació en los albores del cine silente con Nosferatu y conoció cumbres oníricas como Yo anduve con un zombie, de Jacques Tourneur.
George A. Romero
Y se convirtió en fenómeno posmoderno gracias a uno de los maestros del cine de horror del último cuarto de siglo, un tipo —por cierto— de origen gallego como George A. Romero y su eclosión con La noche de los muertos vivientes y todos los sabios meandros con los que Romero fue estilizando el tema. Quizás el último hurra de esta figura del no-vivo en la gran pantalla la firmó un francés, el gran Bertrand Bonello, en su obra maestra Zombi Child.
A día de hoy, no corren buenos tiempos para esa lírica. Lo neogótico va por otro lado. Y la citada The Walking Dead agotó todas las fuentes. Por eso, la capacidad de penetración de una plataforma va a testar con tracking fino cómo funciona en el 2024 poner de nuevo en danza a estas figuras icónicas del género de terror. Y de ello dependerá su continuidad, aunque el final abierto de Apocalipsis Z: el principio del fin apunta a una segura segunda entrega sobre la trilogía novelesca.
No he leído los textos tan exitosos de Manel Loureiro y, por tanto, no puedo dar fe de si hay fidelidad o no a ellos en el guion de Ángel Agudo. En aproximaciones literarias soy más del terror a la vez cervantino y 2.0 de Sara Barquinero y la sublime Los escorpiones. Pero intuyo que el ritmo de la acción de la película habrá adaptado el original de Loureiro a los cánones bien estrictos de las ficciones que cada plataforma establece casi como un algoritmo.
Porque la cinta que dirige Carles Torrens parece responder bien a esos perfiles de película de amplio espectro, no solo destinada al nicho de los amantes del gore. De hecho, las secuencias de abierta orgía de muertos vivientes apiñados comme il faut son apenas dos o tres en un libreto más sobrio de lo esperado.
El abogado viudo Ortiz y el ucraniano Yazpik
Lo que comienza en Apocalipsis Z: el principio del fin como una pandemia deja asomar pronto que su nueva variante consiste en seres humanos que devoran la oreja o el rostro de otros de modo frenético. Pero el guion de Ángel Agudo permite que el personaje principal cobre un protagonismo que lo aleja de la invasión de los no-vivos. Y centra la acción en los recuerdos apenados de este abogado viudo cuya mujer falleció en un accidente automovilístico. Y en su intento de salir de Pontevedra e huir a ese territorio liberado que semejan las Islas Canarias. Hay incluso una larga subtrama en la que el peligro no son los zombis, sino unos rusos malotes que navegan con su barcaza siniestra por el entorno de la ría de Pontevedra porque planean construir una serie de refugios bajo tierra en la isla de Sálvora.
En todo ese metraje, la acción se descarga sobre los hombros del actor Francisco Ortiz. Es un error grave. No conocía a Ortiz. Y tampoco su tarea aquí me genera ganas de volver a verlo. Es un modelo argentino cuya popularidad se ha forjado en series como El secreto de Puente Viejo o Amar es para siempre. Tantas horas de televisión no han enmascarado sus carencias. No todos pueden ser Charlton Heston en El último hombre vivo. Claro que la novela en la que aquel filme se basó, Soy leyenda, la firmaba nada menos que Richard Matheson.
Con esa estructura en la que las grandes manifestaciones de zombis parecen esperar a nuevas entregas hipotéticas de esta trilogía, Apocalipsis Z: el principio del fin no es tampoco una calamidad. Está filmada con oficio. Responde a una estrategia de mercado con un argumento que lima bastante la sangre y las vísceras. Y convierte la ambientación en Galicia en algo poco menos que incidental. Aunque al alcalde Abel Caballero le hará poner ojitos el hecho de que la razón principal del coprotagonista del filme —un ucraniano encarnado por el buen actor mexicano José María Yazpik, que le roba todos los planos compartidos al modelo Ortiz— para viajar a Galicia sea conocer las famosas Navidades de Vigo.
Gran cine brasileño sobre el fin de la civilización
El epicentro de la jornada en Sitges, en cuanto a peso artístico de las propuestas, pertenece de un modo absoluto al gran director brasileño Marco Dutra y su poderosísima Enterre seus mortos, en la cual se atreve a construir un Brasil en proceso de juicio final -esto sí es un apocalipsis- que es como un aventurado y frenético cruce del Mad Max de George Miller y de Dios y el diablo en la tierra del sol, el gran clásico del cine brasileño de Glauber Rocha.
Dutra ya es un de sobras contrastado autor con un talento y una capacidad de riesgo innatos para abordar el fantastique a partir de propuestas alejadas de cualquier estereotipo o territorio trillado en el género. De ello son muestra Trabalhar cansa (2011), filme presentado en Cannes, y sobre todo su obra maestra sobre la licantropía As boas maneiras (2017), una de las películas más melancólicas -en el mejor y más emocional de los sentidos- que recuerdo sobre una criatura mítica de la galería del terror. Ambas triunfaron en Sitges.
En Enterre seus mortos no ceja en su empeño por desbrozar horizontes nuevos y explora un escenario de fin del mundo huyendo de todo lo que últimamente estamos viendo. Esto es un territorio del Brasil rural profundo. Y dos personajes marginales hasta la radicalidad: dos tipos de aspecto patibulario -uno con alzacuellos que recuerda su pasado como sacerdote- que se dedican a recoger de la carretera todo animal muerto en accidentes. Y también los que caen del cielo de modo casi pluvial, como en una plaga bíblica sin la santidad de Magnolia.
Ambos parecen extraídos de un wéstern de Glauber Rocha o de una película folk de Quentin Tarantino. Aunque luego Marco Dutra, centrado más en uno de los dos personajes, conocido como Edgar Wilson, parezca también remitir a los antihéroes en perpetua agonía por su pasado dantesco de Paul Schrader o incluso de Scorsese. Y con esa fuerza escénica y visual que caracteriza su cine, Dutra nos va a adentrando en ese espacio de Armagedón.
Este Edgar Wilson cuyo nombre es mencionado siempre como si se tratase del Liberty Valance de John Ford carga con el pesado fardo de una vida anterior como killer sin conciencia de criaturas y crianzas. Y cuando pierde lo único que le ata aún a la vida -una historia de amor con la sobrina de una bruja, una actriz a la que vale la pena retener el nombre: Marjorie Estiano- solo le queda preparar un final a la altura de los outsiders de Peckinpah o de Melville. Mientras en torno a él llueven del aire corderos degollados que forman una montaña, como un bodegón surrealista de Magritte. Es cine de nivel estratosférico. Y eso no es bien tratado por la audiencia fandom y día-de-la-bestia de este festival.