En el mundo del deporte hay algo mucho más importante que las normas de la UCI, las medallas de oro o incluso el espíritu olímpico. Es el sentido común. Pero éste se ha visto amenazado en los últimos años por una excesiva burocratización que pretende erradicar las manzanas podridas. El exceso de celo extiende el dedo acusador sobre todo el cesto con la consecuente indignación de las frutas sanas.
Las carreteras continúan siendo una sangría de cadáveres. Pero ni siquiera a costa del bien más preciado que es la vida (no un oro olímpico), los agentes de la Guardia Civil tienen permiso para interrumpir la cena de cualquier anónimo comensal y hacerle soplar entre el segundo plato y el postre. Es una cuestión de respeto a otro de los bienes más preciados del individuo, la libertad.
Pero los grandes organismos deportivos han lanzado una caza de brujas sobre sus piezas de élite, obligándoles a compartir sus secretos con la UCI o el COI cada vez que abandonan su residencia habitual. «Te hacen sentir como un criminal», dice con enfado el tenista escocés Andy Murray, harto de la visita de los controladores antidopaje a su casa a las siete de la mañana. «Me obligaron a bajarme los pantalones hasta los tobillos para recoger muestras de orina». Algo estarán haciendo mal esos organismos cuando otorgan tanto poder a su brazo represor, cuando la solución para erradicar el dopaje es convertir en sospechosos a todos los participantes. Modifican así el famoso lema del Barón de Coubertin y afirman que «lo importante no es ganar, sino estar limpio».
Los controles antidopaje son una excelente herramienta para luchar contra los tramposos, ahí están los resultados y el carácter ejemplarizante que genera de cara al futuro. Pero los exámenes antidopaje no deben vulnerar la privacidad de los ciclistas, piragüistas o tenistas. Porque, simplemente, lejos del asfalto, los ríos o las canchas ellos son personas que tienen derecho a disfrutar sin sobresaltos de su familia y sus amigos, igual que usted y yo.