Aquella mirada de Arantxa, número uno hace 20 años

Paulo Alonso Lois
Paulo Alonso Lois EL TERCER TIEMPO

DEPORTES

09 feb 2015 . Actualizado a las 10:07 h.

En sus ojos podía leerse su ambición despiadada. Porque no era excelente en nada, salvo en fuerza de voluntad y lucha en la pista. Pero su mirada podía reflejar un sentimiento parecido al odio hacia la rival, la gasolina necesaria para jugar cada pelota como si fuese la última. No era guapa ni alta ni atlética, pero ganó y caló. Sobre una figura tirando a rechoncha alcanzó casi todo cuanto quiso. Carecía de referentes en una España todavía huérfana de grandes mujeres deportistas, pero nunca pidió permiso para ir derribando barreras. El viernes se cumplieron 20 años de su llegada a la cumbre, al número uno del tenis mundial. El hito de Arantxa.

Arantxa Sánchez Vicario había emprendido el camino hacia la cima seis años antes. En el tenis femenino mundial no hubo hasta hoy un terremoto como el que desató el 10 de junio de 1989. Con 17 años, derrotó a Steffi Graf, la más grande, sobre la tierra de Roland Garros, lo festejó haciendo una especie croqueta sobre la pista y ya nada volvió a ser igual. Ganó una y mil veces, aunque sus victorias ya no tuvieron la capacidad de sorpresa de aquella victoria frente a la mejor jugadora del siglo XX, que venía de completar el verdadero Grand Slam en 1988.

Su éxito, el más grande visto hasta entonces en una deportista española, sirvió como mito para las jóvenes que hoy protagonizan el imparable fenómeno de las medallistas españolas. Se reivindicó en el páramo preolímpico anterior a Barcelona 92, puso a todo un país a seguir sus partidos a la hora de la siesta y normalizó el deporte femenino como ninguna campaña podía haber conseguido entonces.

Arantxa encarnaba ese espíritu bien entendido de la furia futbolera, aquella que iba de fracaso en fracaso. Porque no se fijó más límites que los que se encontró al otro lado de la red. No era una artista, pero jamás ahorró esfuerzo. Y así forjó una primera versión, algo más discreta, del espíritu del Nadal actual. Su «¡vamos!», el grito desacomplejado para hacer frente a cualquier desafío, se hizo universal.

Después de aquel Roland Garros, palpó su propio horizonte y empezó a progresar más allá de la totémica tierra batida de las raquetas españolas de la época. Evolucionó en cemento, lo intentó en hierba y alcanzó la cima en febrero de 1995. Aprovechó los problemas físicos de Graf, pero su número uno no admite regateo, en una época en la que el tenis femenino reunía al mismo tiempo a la crepuscular Navratilova, la carismática Sabatini, las emergentes Pierce y Davenport y hasta la jovencísima Hingis. Seles estaba retirada tras ser apuñalada en pleno partido.

Arantxa rompió el molde del deportista español algo limitado para las grandes hazañas, que empezaba a quebrarse en los últimos ochenta. En su camino al éxito hasta encontró en su país una antagonista de su talla. Si ella representaba la garra, Conchita Martínez -con la que pudo entenderse para ganarlo todo para España- encarnaba el talento de ánimo quebradizo. Una parecía fuerte y regular, y la otra emanaba la mística del genio de mentalidad frágil, que aún así disfrutó de una tarde inolvidable en Wimbledon 1994 frente a Navratilova.

La Arantxa deportista mantiene toda su vigencia, aunque el personaje se haya resentido con el paso del tiempo -por el lastimoso enfrentamiento con su familia y sus problemas con la justicia-. Sonreía en cuanto terminaba el partido, pero en aquella niña de 17 años que desafió a Graf podía intuirse una mirada asesina, un sentimiento quizá indispensable para destrozar a un mito en su victoria fundacional. Con cuatro grandes, otras tantas medallas olímpicas, volvió a jugar con 33 años en Atenas 2004, y ostentó sin éxito la capitanía de la Copa Federación. Pero su carrera dejó un legado inmenso, su mentalidad, su carácter ganador, su condición de figura para toda una generación. La primera número uno del tenis español.