Cháchara insustancial y puro ruido de una tertuliana de televisión. Así nació el último chisme contra Rafa Nadal. Aunque el eco de las acusaciones de dopaje encubierto todavía retumba por el barniz que el cargo de exministra reviste a la pobrísima acusación de Roselyne Bachelot. Tiene ya la medalla de oro en lanzamiento de piedra y escamoteo de mano, después de que ahora saliese con que se limitó a compartir lo que había oído por ahí. La información confidencial que pudiese poseer la antigua responsable de la sanidad y el deporte franceses, y la responsabilidad que se le supone al cargo, impiden que el tema pueda terminar aquí. No basta con que Nadal anuncie una denuncia, ni con que las instituciones deportivas españolas respalden a su gran icono del siglo XXI contra un supuesto tinglado que implicaría la connivencia de la federación internacional de tenis (ITF) y la ATP. ¿Por qué estos no denuncian judicialmente también a la tertuliana, si los acusa directamente? ¿Por qué no aprovechan la crisis para ejercer con autoridad su defensa ante tan cutre butade?
El mundo del deporte no siempre combatió el uso de sustancias prohibidas con la misma determinación. Ni todos los países lo hacen con diligencia, como denuncia con frecuencia la Agencia Mundial Antidopaje (WADA) y como se vio a raíz de la operación Puerto, primera macrocausa contra el tráfico de sustancias prohibidas en España. Tampoco todos los gestores ponen el mismo empeño en destapar a los tramposos, como evidenció la irresponsable toma de partido de Rodríguez Zapatero en el caso Contador. Ligas e instituciones se adhieren a los programas de la WADA a diferente ritmo. El tenis admitió el pasaporte biológico en el 2013, cuando el ciclismo ya lo utilizaba cuatro años antes.
El deporte de la raqueta arrastra ya un historial de cambalaches. Tuvo que ser el propio Andre Agassi el que destapase, diez años después, su positivo de metanfetamina, algo que nadie había querido antes explicar. Pero la ITF tiene algún episodio de sanciones por dopaje que se camuflaron en un principio en bajas por lesión. Así hizo Marin Cilic al retirarse de Wimbledon 2013 por supuestos problemas físicos, cuando los rectores del tenis tenían ya en su poder una muestra con un positivo por niketamida que se reveló luego y le acabó costando una sanción de cuatro meses. De forma similar pasó con el brasileño Fernando Romboli, cuya investigación se anunció justo el día en que su castigo de ocho meses finalizaba.
Casos que servían como combustible para fantasías como la de Bachelot sobre la baja de Nadal en el 2012, que nadie hasta esta semana se había atrevido a soltar en público.
El caso Agassi y la falta de auténticas estrellas salpicas por el dopaje creó un caldo de cultivo para las especulaciones sobre la laxa pelea del tenis contra el dopaje. Por eso resultó tan saludable para la credibilidad del espectáculo la actuación de la ITF en el caso de Maria Sharapova, que tomó durante diez años Meldonium, pero que solo estaba prohibido durante sus cinco únicos partidos disputados en este 2016.
La resolución definitiva sobre el positivo de Sharapova, una pieza de caza mayor en la lucha contra los tramposos, permitirá visualizar si los organismos que rigen el tenis continúan con pasos decididos contra la corrupción. Aunque la ITF y la ATP no puedan responder a cualquier acusación sin fundamento, también contribuirían a limpiar su imagen si denuncian ataques tan burdos como el de Bachelot.
El viejo o el nuevo tenis. El que cuenta con apenas media docena de investigadores para detectar amaños en el turbio mundo de las apuestas o el que encara por ahora el positivo de Sharapova con rigor.