El pasado jueves, José Ramón Lete tomó posesión como presidente del Consejo Superior de Deportes. Allí, apeló al diálogo, el mantra que se repite una y otra vez desde las filas del PP en esta nueva legislatura. Todo el mundo interpretó las palabras como un guiño a Villar y a Alejandro Blanco, ambos también presentes en el evento, al igual que ministro Méndez de Vigo, el jefe de Lete, y del anterior secretario de estado Miguel Cardenal.
¿Diálogo? ¿Qué diálogo? ¿Entre quiénes?
Quizá la única victoria de Villar durante el mandato de Cardenal sea haber escondido la guerra de toda la vida entre la ley y la trampa tras una presunta lucha de egos.
Villar no estaba acostumbrado a los secretarios de estado que fiscalizan las cuentas. Cuando el presidente de la federación apelaba a la autonomía del deporte sobre las leyes españolas estaba invocando en realidad a la impunidad de la que había gozado a lo largo de casi treinta años en su cargo. Una vergonzosa impunidad aplaudida sin duda por personas que, como Villar, solo creen en las leyes como algo retórico. Y obviada por otros que no tuvieron el coraje o la decencia de denunciarla.
¿Se puede dialogar con quien dice con la boca grande que el fútbol se debe a las leyes de la FIFA y no a las de su propio país? ¿Merece diálogo quien de forma reiterada ha pedido al máximo organismo del fútbol mundial que sancione a España excluyéndola de las competiciones?
Si la consigna de Méndez de Vigo a Lete es la de gestionar el departamento como un Lissavetzky de la vida, el primer perjudicado será el propio Lete, que no podrá demostrar su capacidad para garantizar a todos los españoles que en el deporte se cumplen las normas sin mayores componendas que decir amén a la ley. El diálogo es un arte necesario, pero lamentablemente muchas veces se ha utilizado para ponerse de perfil ante los problemas. Y a los ministros, como Méndez de Vigo, hay que exigirles valor para afrontarlos aunque, como le pasó a Cardenal, eso signifique perder plumas en el camino.