Por primera vez en ocho años, en esta edición de la Vuelta tomará la salida el campeón del año anterior. Puede que Roglic no lo eligiese, que el calendario post pandemia convirtiese España en parada obligada ante la proximidad del Giro al Tour, pero, sea como sea, es un chute de autoestima.
El cartel tiene glamur. Octubre ha juntado más gallos de los que se acostumbraban reunir en septiembre. Es motivo de celebración, pero tanta estrella hace prever también una carrera más controlada por los grandes. Resulta difícil imaginar que el triunfo se escape de la dicotomía Jumbo - Ineos. Los holandeses llegarán rabiosos después de quedar en evidencia en el Tour, donde un niño ambicioso les robó el amarillo por su racanería en la montaña. Los británicos llegarán rabiosos también. Gafados en el Tour. Gafados en Italia.
Hay mucho en lo que fijarse, empezando por el regreso de Froome. El británico, tras una eternidad en el taller y verse apartado por su equipo del ocho del Francia, vuelve a una carrera que ha ganado dos veces. Una sobre la bici y otra en el laboratorio de la UCI. Froome siempre ha mostrado respeto a la Vuelta y la Vuelta respeta a Froome. Será interesante verle mezclar con Carapaz.
Está también Pinot (Groupama), que se juega en el asfalto su crédito como esperanza gala en la montaña. Debe alejar fantasmas. Si él falla —otra vez—, Guillaume Martin (Cofidis) estará para recoger los restos. Está también Vlasov (Astana), un joven ruso que lleva un año dulce. Y por supuesto el Movistar. Mas gustó en el Tour y Valverde dice que afrontará cada etapa como una clásica. Los espectadores no le piden que le pelee el verde a Bennett, solo que se deje ver. Y por supuesto, cámaras para los humildes de casa. Burgos-BH y Caja Rural demuestran cada año que no son los millones los que honran este deporte.
El aficionado estará atento y vigilante. Esperando a si la nieve aparece en el Tourmalet, si la lluvia lo hace en el Ézaro o si el covid surge entre el pelotón.