
Que Roger Federer consiguió imponer una involución en el tenis puede ser opinable. Pero resulta indiscutible que, a estas alturas del partido, no importe apenas si gana un grand slam más o menos. En realidad da igual porque su carrera la mueven otros parámetros. Volverá a jugar los torneos más importantes cuando esté a punto de cumplir 40 años. Aunque, si se trata de reducir a números su poético paso por el deporte del primer cuarto del siglo XXI, en el que sobran músculos y récords de mentira y faltan audacia y emoción, habrá otros con más trofeos. Copas que no valen tanto como haber dejado una huella personalísima.
La esencia del deporte radica en llevar cada especialidad a una nueva frontera. Más rápido, más fuerte, más preciso. Pero Federer, que llegó a la élite cuando el circuito lo pretendían acaparar unos gigantes robotizados que sacaban muy potente y ganaban puntos cortos a golpetazos en un insípido visto y no visto, mandó parar. Durante los primeros años del nuevo siglo impuso una superioridad jamás vista —a razón de tres grandes por año, pero eso dijimos que da casi igual— que solo interrumpía sobre la tierra batida. Pero esa irrupción tiránica no llegó gracias a una evolución de su deporte nacida en un gimnasio o en una borrachera de horas de repetición mecánica de golpes —qué grima los vídeos de niños en YouTube, entrenando como ratones de laboratorio—. Sino que venció, convenció y emocionó por una maravillosa involución, la que devolvió el juego al gusto estético, a la variedad de golpes, a la apuesta por las dejadas, los globos, la volea... Hasta se enfundó chaquetas de punto para pisar la central de Wimbledon sin parecer hortera.
Así que, ahora que la certeza de que sus últimos días se acercan, convendría saber que da igual si Federer gana algún grand slam más. El verano del 2021 será el del comienzo de su despedida, en otro episodio de su batalla contra el tiempo. La del artista que revolucionó el tenis devolviéndolo, contra el canon, a la emoción de antes.