Durante años, Pep Guardiola cultivó la imagen de futbolista diferente. Lejos de la furia y los lugares comunes que dominaban el fútbol español (con perdón) en los años ochenta y noventa. Su discurso parecía sensato y hasta su positivo por dopaje en Italia (del que fue absuelto años después) despertó desde el principio un solidario desconcierto. Luego, ya como entrenador y con la mejor generación de futbolistas del Barça, llevó su fútbol un paso más allá. Fueron los años en los que trataba de mantener al mismo tiempo una imagen modesta y sofisticada por lo que hasta él mismo tuvo que negar que mease colonia. Después, pese a haber cobrado del fútbol catarí —ese modelo de la socialdemocracia— el personaje se le empezó a escapar de las manos, repartiendo lecciones de derechos humanos, democracia y política internacional para poner casi siempre en la diana a las instituciones españolas por hacer lo mismo que sucedería en cualquier lugar del mundo ante un golpe independentista como el catalán.
Pero volvamos atrás. Ya antes, siempre según las investigaciones desveladas ahora, Guardiola utilizaba la más sofisticada ingeniería financiera para pagar menos impuestos con una cuenta en Andorra, burlar al fisco español y, de paso, regatear a la patria catalana. Por eso, cuando guste, porque tiene prohibidas las entrevistas para así medir cuándo, cómo y ante quién le conviene responder preguntas, le toca hablar de una amnistía. No de la obsesión del mundo indepe, sino de la que él mismo también habría utilizado, la permitida por el Gobierno del PP (el dinero hace extraños compañeros de cama) a finales del 2012. ¿Tú también, Pep?