Llega el Liverpool - Real Madrid como la final de la Copa de Europa más repetida de la historia en medio de nuestro fútbol moderno, que pretende encapsular nuestra incertidumbre con coartadas científicas. Es por ello que hoy no hay nada más revolucionario que lo que se repite, que lo clásico.
El Liverpool - Real Madrid es revolucionario porque no deja de mostrar las señales del fútbol de siempre.
Mientras la tendencia es vernos a entrenadores y secretarios técnicos pretendiendo anestesiar nuestros miedos debajo de datos en masa, es solo el ruido el que no para de crecer alejando las señales de nuestro alcance y desafilando así la intuición y el coraje competitivo de los jugadores a los que pretendemos encapsular. Pura ficción.
En medio de ese afán pueril de tenerlo todo bajo control, emerge como señal Ancelotti, encarando el entrenamiento y el fútbol con la tranquilidad propia de quien va sobrado de coraje competitivo para enfrentarse a la verdad de las cosas. Coraje para enfrentarse a la realidad que diría el sabio Antonio Escohotado.
Alejándose de falsas seguridades y tacticismos abstractos, Ancelotti se desprende de su ego permitiendo que aflore así el de sus jugadores. Que sean ellos mismos, dejándoles hacer uso de su libertad. Y es que no hay mayor orden que aquel de los que se organizan jugando, sobre todo si los que actúan son Casemiro, Kross, Modric y, principalmente, Benzema.
El Madrid de Ancelotti, como antes el de Zidane, se explica desde la normalidad, evitando la sobreactuación tacticista y ponderando la armonía táctica y emocional que ya les es propia a la naturaleza de los jugadores. Pretenden encontrar el equilibrio y no inventarlo.
Si la necesidad de naturalidad es la primera señal que emite esta final en medio de tanto dato ruidoso, el impacto cada vez mayor que los grandes jugadores tienen en sus equipos es el otro mensaje.
La influencia de Benzema y Van Dijk es tan abrumadora que no debería extrañar en el caso del francés, un jugador que al fin y al cabo es una ficción: un mediocentro disfrazado de delantero. Más difícil es contemplar la trascendencia de un central, un gigante que enlazando con el legado de Alan Hansen está a la altura de los mejores defensores de la historia.
Todo lo extraordinario del Liverpool solo pasa con el neerlandés en el campo —durante su lesión, su equipo pasó a ser uno más entre tantos—.
Con balón, su impacto es tan alto que a través de la limpieza y claridad en la salida de la pelota le permite a su equipo meter a todos sus compañeros en campo contrario, llegando a tener muchas veces a sus dos laterales como los dos futbolistas más avanzados al mismo tiempo. No hay riesgo de contra, porque no hay riesgo de pérdida.
Por ello, el Liverpool es capaz de atacarte y someterte con muchos jugadores, de tal manera que las posibles contras sean de pocos que se incorporan contra pocos que se defienden. Si con balón es exuberante, defendiendo en espacios grandes, Van Dijk es incomparable; su capacidad táctica y física es tan fecunda que parece que nada le cuesta. Es un generador de emociones: te frustra, te humilla.
Como toda actividad humana, serán las emociones y el azar los que determinen el partido. La costumbre de ganar, la duda y la certeza, el temor y el coraje. La señal y el ruido.