
Se fue de Vigo entre críticas a su estado de forma, ha hecho carrera en 15 clubes de tres continentes, regresó por su mujer, y quiere alargar en el Rápido de Bouzas su carrera con un ascenso
10 abr 2023 . Actualizado a las 10:17 h.«Me dijo un colega que no me fuese de golpe, que buscase algo para dejarlo poco a poco». Gastón Andrés Javier Cellerino Grasso (Viedma, Argentina, 1986) estira en el Rápido de Bouzas, con el que ya se ha clasificado para jugar la fase de ascenso a Segunda Federación, su prolífica vida deportiva. «A mí ver fútbol no me gustó nunca. Cuando mi socio —con el que tiene una agencia de representación— me manda un vídeo para seguir a un futbolista, le pido que no dure más de un minuto y medio. Me quedo dormido viendo finales de Champions. En los partidos que no me convocaban, no iba ni a la tribuna». La paradoja de alguien que ha vivido siempre pegado a una pelota.
«Somos ocho hermanos. A mi madre le di muchos disgustos en la escuela. Empecé a jugar en el club de mi barrio, que se llamaba Libertad. Con 13 o 14 años, probé en River Plate. Era mi equipo desde niño. No me fue bien y me volví. Luego fui a un torneo con mi hermano mayor, me vieron ojeadores de Boca, y me llevaron. Me encantó, era más mi estilo de vida que River. Crecí con ellos, hasta que me llegó la oportunidad de ser profesional». Se la dio el Universidad San Martín de Porres, de la liga peruana. «Cuatro fechas antes de acabar el campeonato, salimos campeones». Cellerino fue el segundo máximo goleador del campeonato.
«Un árbitro aplaudió mi gol de chilena y lo sancionaron»
En la emigración, encontró el oficio. Viajó a México para firmar por Durango, pero se marchó antes de tiempo. A Uruguay, donde rompió un acuerdo con Peñarol. «Me pidieron que dejara el 50% de mi pase y no estaba dispuesto a renunciar a mis derechos. Les dije que no y nunca me arrepentí». El teléfono sonó desde Chile. «Me llamó un amigo para ofrecerme jugar en el Rangers», recuerda. Sin saberlo, su carrera le estaba armando un trampolín. «Hice 22 goles, la rompí. Fue el equipo que me cambió la vida, del que soy hincha hoy. Contra Palestino, marqué de chilena. Hasta el árbitro —Carlos Chandía— lo aplaudió. Fue noticia, lo castigaron con cuatro partidos. Dijo que no le importaba la sanción porque había visto el mejor gol dirigiendo», cuenta orgulloso. Era julio del 2008. Y las puertas de Europa se habían abierto.
«Me engañaron al llegar a Italia»
Su viaje a través del Atlántico no fue como había imaginado. «Vine para firmar por el Lazio y acabé en el Livorno, que estaba en la Serie B. Cuando llegué al aeropuerto de Roma, me sacaron por otra puerta, y me llevaron a Génova. No entendía nada, me engañaron, también con la plata. Fue un chanchullo de los representantes que tenía. Espero no volver a ver a esa gente delante». Consiguió el ascenso con el Livorno y llegó a jugar en la Serie A. «Verme en el túnel al lado de Ibrahimovic, Dida, Gattusso o Ronaldinho, fue una locura», confiesa.
En enero del 2010, el Celta de Eusebio Sacristán, que se había salvado la temporada anterior de forma agónica del descenso a la Segunda B, le ofreció unos meses de contrato. No le fue bien. El Celta padeció una sequía goleadora que le alejó de las opciones de ascenso y las críticas arreciaron. Entre Arthuro, Papadopoulos y Cellerino, los tres delanteros que juntó el entonces director deportivo, Miguel Torrecilla, marcaron un solo gol en toda la Liga. El que Gastón anotó en Vallecas.

«Tuve una bursitis en la rodilla. Nunca me puse en forma futbolística. Se publicó una foto mía con la camiseta inflada. Me ves ahora y estoy igual de gordo que en el Celta. Siempre estuve entre los 90 y los 91 kilos. Pero no me adapté. No fue por pasarme de fiesta. Salí, pero no tanto como en otros países», mantiene. En una de esas noches conoció a Sabela, una viguesa. Sin saberlo, su vida estaba girando otra vez. «Un año después le estaba pidiendo matrimonio». Gastón ya había vuelto a Italia. De allí, regresó a Argentina para jugar en el Racing de Avellaneda del Cholo Simeone y luego a Chile, donde nació su hijo Noah en el 2014. Después, Estados Unidos, donde se proclamó campeón con el New York Cosmos en el que jugaban Raúl y Senna. «Vinieron a ver la final Fernando Hierro y Villa, y yo ni los reconocí», cuenta entre risas. «Viajábamos siempre en avión, cenamos al lado del Empire State. De allí me fui a Bolivia, con doce horas en bus para los desplazamientos. He probado el nivel top y el barro».

Entre Bolivia y Malasia, su siguiente destino, Sabela viajó a Vigo para que naciera, en el 2017, su hija Allie. «Siempre aguantaba hasta el último día del mercado. Mi mujer se desesperaba. Coge ese equipo, me decía. Yo sabía que era la forma de ganar un poco más de plata. Soy un obrero. En Malasia, sonaba una campana y se ponían a rezar. Tenía que quedarme quieto, ni tocar la bola porque me mataban». La pandemia le pilló de vuelta en Chile, en el equipo de Marcelo Salas. El club se acogió a una ley para dejar de pagar. «Lo quise dejar, muchas ganas de seguir jugando no tenía». Como entre cada escala, desde que conoció a Sabela, volvió a Vigo. Su socio le ofreció unos meses en un modesto club de quinta categoría italiana, el Ligorno. «Me fui solo y ascendimos. Me querían renovar, pero al volver a Vigo a por mi familia, mis hijos ya no se querían mover», reconoce.

El Rápido de Bouzas le dio una vida extra. «Pensaba jugar solo un año y retirarme». Lleva ya dos. Con 14 goles, es el segundo máximo goleador de la categoría, tras el fabrilista Martín Ochoa. En junio cumplirá los 37 y acabará contrato. «Quiero ascender y que me renueven», admite.
«Hui de un orfanato en México por experiencias paranormales»
En la trayectoria de Cellerino hay un expediente paranormal. Con 19 años, llegó a un acuerdo con Alacranes, de la localidad mexicana de Durango. «Al llegar me metieron en un antiguo orfanato, que el club utilizaba como residencia. Era una casona grande, de tres plantas, que tenía unas veinte estancias y diez baños. Estaba medio abandonada, solo se utilizaban tres o cuatro habitaciones. Luego llegó un chico que era mucho mayor que yo, pero la primera semana estuve solo. Escuchaba a niños jugando abajo, corriendo. Abría la puerta y se callaban. Me golpeaban la puerta. No había nadie. Se apagaban las luces de repente. Me quedaba dormido y la tele se encendía de repente. Una vez, con el susto, salí corriendo y me clavé un caño del agua en una pierna. Todavía tengo la cicatriz», recuerda.
«Un día me quedé toda la noche fuera de la casa del miedo que tenía. Al día siguiente, fui a entrenar y, como era en altura, del agotamiento, me desmayé. Me desperté en un hospital. Cuando le dije al capitán del equipo, que me llevó, dónde me alojaba, se enfadó con la directiva. Me contó que en ese orfanato habían ahogado a varios niños. Al salir del hospital, hui. Cargué la valija con las maletas y me fui directamente al aeropuerto, me escapé del club. Cuando luego se lo conté a mi mujer y a mis suegros, se reían en mi cara. Pero yo sé perfectamente lo que viví».