No hay mayor ciego que el que no quiere ver. Ni más machista que el que no reconoce sus actitudes como tales. Y ese es el problema de Luis Rubiales. Que no es capaz de entender que lo que hizo está mal. Lo tiene tan interiorizado, que da igual que se lo expliquen de mil maneras. Que se le diga que, independientemente del consentimiento, que eso sin duda incide como agravante, un jefe no puede besar a su empleada. Porque aunque ella diga «vale», no se puede saber hasta qué punto el «sí» es por pura coacción. Por miedo a ser despedida. El poder solo genera miedo a tu alrededor. Y el resultado es el repugnante choque de falos de la asamblea del viernes, con los seleccionadores puestos en pie, vitoreando al macho alfa de la manada. Quizás ahora se entienda mejor la resolución en falso de la crisis de las quince rebeldes.
Estos gestos machistas están instalados en la sociedad y encuentran en el fútbol masculinizado un gran foco de expansión. Incluso, de gente que ahora sale a ajustar cuentas con Rubiales. Por ejemplo, Enrique Cerezo. Ese presidente que llama guapas a las periodistas, o admira el color de sus ojos, y que también dejó aquella frase célebre de: «Yo de dinero no hablo, y menos con una mujer». El dirigente del Atlético será una bella persona, seguro, pero tampoco veía nada malo en aquello. «No se me ha quejado ninguna», defendió, entonces.
Aunque con cada vez más excepciones, el deporte siempre ha tenido esos gestos, a pesar de que cada vez hay más mujeres que lo practican y también que ocupan parcelas de diferente responsabilidad. «El fútbol femenino es antiestético. ¿Las has visto? A algunas les cuesta hasta moverse», me explicaba un dirigente hace ya 15 años, justificando su oposición a crear un equipo femenino. «Y son un foco de conflictos. Cuando se encaprichan, se van y lo dejan», añadía. De nada servía que rebatieras que tampoco ellas disponían de los recursos que un club debía darles. Que si había poca seriedad era por pura reciprocidad. Que si las entrenaba el primero que pasaba por allí, independientemente de si tenía título o no, y si no disponían de medios, ¿cómo ibas tú a exigirles una actitud profesional? Algún equipo se deshizo entonces porque ni equipación tenían para entrenar.
En estos tres lustros se ha evolucionado, pero esa consideración de conflictivas prevalece. Lo son si no se callan y exigen un trato justo. Hay todavía clubes que se resisten a crear un equipo, o a potenciar el que ya tienen, precisamente por ese mantra. Rubiales es solo una gota más en el océano del fútbol machista. Y el de las histéricas.