
Con 31 años, Cristian Toro debería estar en plena madurez física y personal para afrontar el asalto a los Juegos Olímpicos del próximo verano en París. Sin embargo, el palista de Viveiro acaba de anunciar su retirada para centrarse en su familia y ultimar sus oposiciones a bombero. Aunque seguirá compitiendo sin presiones para el Fluvial de Lugo, renuncia al deporte de élite con sus aspiraciones copadas por el oro en Río de Janeiro 2016, otros dos títulos europeos y cuatro platas mundiales.

Su lujoso botín es escaso si se analizan sus brutales condiciones atléticas y se compara con otros compañeros de generación en la edad de oro del piragüismo español. El propio Saúl Craviotto —ocho años mayor y rumbo a París 2024—, junto al que triunfó en el K2 200 metros en Brasil, cuenta cinco podios en los Juegos y casi una veintena en las grandes competiciones internacionales.
Toro escogió un camino distinto a la robótica exigencia a la que casi siempre se ven sometidos quienes tienen buenas condiciones en el deporte. El éxito es ser feliz, no campeón, y él ha podido ser las dos cosas porque puso sus prioridades por encima de las exigencias externas. Cuando daba sus primeros pasos en la élite, quiso concursar en el televisivo Mujeres y Hombres y Viceversa, y, tras varias temporadas al máximo nivel, abandonó la concentración de Trasona para estar con su hijo recién nacido y su mujer en Madrid. Esa decisión, a la postre, comprometió su sitio en el K4 formado por Marcus Cooper, Carlos Arévalo, Rodrigo Germade y Saúl Craviotto para Tokio 2020.
En la lucha y la política también ha hecho sus pinitos.
Sus apetencias y las necesidades de los suyos siempre fueron lo primero para un deportista cuya carrera, aunque corta, demuestra que los caminos al éxito y la felicidad no siempre tienen por qué ser rectos.