Si la organización de estos Juegos la hubiese perpetrado una ciudad con tantos estigmas encima como tuvo Río de Janeiro, a estas alturas ya llevarían días cayendo chuzos de punta contra los responsables. Pero en París, donde uno puede sufrir el síndrome de Stendhal a cada metro, el envoltorio de algunos de sus estadios puede con todo. También la cultura deportiva de un escenario en el corazón de Europa que se abarrota en todas y cada una de las sesiones de un público entusiasta.
El ambiente de estos Juegos conmueve. Y conviene destacarlo. También el éxito de la seguridad, la audacia de varias apuestas y... Quizá también toca hablar ya de las chapuzas de la organización. El tema empezó a olerse cuando la alcaldesa se bañó en el Sena diciendo que el agua estaba limpia cuando en realidad estaba sucia. Mal comienzo. Continuó con una ceremonia que consiguió tener empapados bajo la lluvia a seis mil deportistas, calados hasta los huesos en el río, en la parte más fallida de la ceremonia de apertura, con unos plásticos propios de un cutre bazar de todo a cien de cualquier barrio como máxima protección. El Sena, otra vez, tenía que salir en las fotos, sí o sí. Aunque estuviese podrido. Y por eso se forzó la prueba de triatlón en sus aguas, caiga quien caiga. El plan B, para que nada arruinase unas fotos de los chavales en el centro de París, no era el traslado a un río limpio, sino dejar a un deporte sin una de las tres modalidades que lo componen. Postureo del bueno, y la foto a cualquier precio. Pero lo de la villa olímpica termina de rematarlo. Sin aire acondicionado en las habitaciones, con un restaurante de sota, caballo y rey y con unos transportes mejorables.
París lo aguanta todo, pero era mejor otra cosa. Por ahora, aprobado raspado.