Los equipos de fútbol son ecosistemas muy frágiles y expuestos a cualquier cambio, para bien y para mal, con una puerta siempre abierta a la serendipia. Hace un año el Real Madrid perdió por lesión a su pareja de centrales titulares, a Courtois en la portería y al relojero del ataque, Benzema, en la delantera. Contra pronóstico, ganó la Champions y se llevó la Liga con autoridad. Se retiró Kroos, llegó el anhelado Mbappé y en el Bernabéu lo único que esperaban era dar un paso más. Pero no como ahora, tan cerca del precipicio.
Con el Barcelona está pasando lo contrario. Ahogado por las deudas, parecía abocado a saltar al vacío. Xavi Hernández se autodestruyó. Lewandovsky y Raphinha, que tenían las puertas abiertas, no se fueron (el deseado en lugar el brasileño era Nico Williams). Pasaron de tener el cartel de prescindibles a imprescindibles. Llegó al banquillo Hansi Flick, sin hacer ruido, sin que se le recuerde una sola queja. Impuso su ideario de presión alta y transiciones rápidas, ya no hay debate sobre la posesión. Y está sacando un rendimiento extraordinario a los chavales de la cantera. Contra pronóstico, este Barcelona vuela. Vence y convence. La temporada está todavía en los albores, pero la puesta en escena ya da indicios fiables.
En lo deportivo, blancos y azulgranas son clubes habitualmente asimétricos. Difícilmente les va mal a los dos o bien a los dos al mismo tiempo. Pero comparten algún rasgo, una cierta mugre que los envuelve por más que presuman de valores. Los vídeos que realiza cada semana el Real Madrid en su canal de televisión sobre el árbitro de turno son indecentes. Cuando juega la Champions es más comedido. Los pagos opacos del Barcelona a Negreira, cuando era vicepresidente de los árbitros, son sobrecogedores. Sobre todo el perceptor. Con la UEFA no se conoce tal compadreo. Es la cara fea del fútbol.