Hace unos días estuvo en Compostela la búlgara Boryana Kaleyn, medalla de plata en París, con ocasión de la gala internacional Xacobeo Jael que reunió a varias de las mejores gimnastas del mundo. Compartió una clase maestra con docenas de jóvenes que tuvieron oportunidad de conocer de primera mano su buen hacer y su simpatía. Y detalló el ingente trabajo que hay detrás de esa presea, dieciocho años entrenando seis días a la semana: cuando era más pequeña entre nueve y once horas, ahora algo menos. También comentó que lo que más le costaba era hacer frente a las rutinas, cientos de entrenamientos muy iguales, a sabiendas de que no hay otro camino para progresar y asentar las automatizaciones a fin de ejecutarlas sin vacilar cuando llega la competición. Reconoció que había estado a punto de abandonar en alguna ocasión, pero fue capaz de parar y volver con más fuerza. Y, aunque pueda parecer contradictorio, no deja de disfrutar con su deporte favorito, incluso cuando la presión es máxima. Porque esas miles de horas de trabajo acumulado la llevaron al podio. Pero cualquier error mínimo en la final, cualquier indisposición en el peor momento, se hubiesen podido traducir en otro desenlace, porque los resultados no siempre hacen justicia a la preparación. La mejor lección que dejó Boryana Kaleyn a su paso por Compostela no estaba en el programa, ni siquiera tuvo que impartirla. La mejor lección de lo que es el deporte es su ejemplo, ese deseo y esa voluntad por mejorar constantemente, por aceptar las dificultades y hacerles frente, por reconocer y saber que son muchos los rivales que también se ejercitan con el mismo propósito para sacar el máximo rendimiento a su potencial. Y en la gimnasia rítmica, como en tantas modalidades minoritarias, el componente económico no es el mayor aliciente. Eso es el deporte, sin aristas ni impurezas, en esencia.