Me pongo en la piel de un chico de la cantera del Deportivo que consiguió escalar en verano hasta el primer equipo y que con su trabajo y esfuerzo se ganó la confianza de Fernando Vázquez, se hizo un hueco en el once titular, y que ahora ha pasado a ser el último delantero de la lista, y entiendo que para él puede ser sencillo perder la perspectiva, puede ser complicado asimilar la situación. Porque Luis aún es joven y todavía debe comprender y asumir las reglas del juego. Esas normas que dicen que un jugador jamás puede bajar los brazos, pese a que en muchos momentos crea que debería contar más, que está tan o más capacitado que sus compañeros para ayudar cada fin de semana sobre el césped. Luis vive en un club de primer nivel, con un cuerpo técnico experimentado y unos futbolistas plagados de talento que se desviven por alcanzar un objetivo trascendental para la supervivencia del Deportivo: el ascenso a Primera. Y bajo estas circunstancias, jamás se puede arrojar la toalla. Hay que exprimirse en cada entrenamiento como si de una final se tratase, tiene que demostrarle a Fernando Vázquez que está ahí, que no se le han agotado las ganas de triunfar.
Lo entiendo bien, porque también sufrí esa misma frustración. Y es cuando debemos apoyarlo, cuando necesita que le echen un cable y le expliquen dónde se encuentra el camino. Es muy joven y con propósito de enmienda, las cosas terminan enderezándose. Y, sobre todo, no es el momento de crucificarlo, es el momento de estar a su lado.
Es un tópico muy manido, pero también una realidad aplastante: lo importante no es llegar, sino mantenerse. Y en esa fase de aprendizaje está el canterano. Que ayer fuese expulsado del entrenamiento no deja de ser un pequeño detalle, algo que lo debería invitar a una reflexión. A culpar menos a los demás y mirar hacia los errores propios para tratar de perfeccionarlos, para cargar de argumentos a quienes confían en él. Esas son las claves del éxito y no se le deberían olvidar.