Nos habíamos hecho la composición de lugar -mejor sería decir la ilusión - de que los mercados nos dejarían tranquilos una temporada, al menos hasta la vuelta de vacaciones. Después de todo, el principal peligro de las últimas semanas -el impago griego en julio y la consiguiente vía de agua en la eurozona- había quedado, al menos por el momento, conjurado. Todo el mundo sabe que las tensiones fuertes volverán, porque profundos desequilibrios financieros permanecen muy vivos y al acecho, y las tendencias a la reactivación cada vez dan muestras más claras de llevar plomo sobre las alas. Pero eso era cosa esperada para septiembre, o quizá octubre, y tal y como están las cosas, un trimestre de relativa estabilidad es algo muy a valorar.
Y en esas reaparece Moody?s. La rebaja, nada menos que de cuatro escalones de una sola vez en la valoración de la deuda soberana portuguesa (hasta un punto en que el mensaje que se le envía al inversor es «ni se le ocurra comprar estos títulos»), constituye una puñalada a la economía del país vecino y lastrará gravemente el plan del nuevo Gobierno y el ya muy difícil camino de recuperación. Pero más allá de eso, ha vuelto a poner en el disparadero al conjunto de la eurozona. Ninguna evaluación responsable podría dejar de señalar riesgos en ese mercado de deuda, pero todos los datos indican que esta sentencia de la agencia de calificación es, como poco, muy exagerada.
Y algo más. Todo el mundo sabe hoy que esas agencias se equivocaron gravemente al no alertar ni remotamente sobre la posibilidad de una crisis como la que venía. Ahora parece que intentan compensarlo, como los malos árbitros, cargando sus ratings de los peores pronósticos. Impulsores de una mayor expansión cuando esta ya era un exceso, ahora son grandes maquinarias para fabricar depresión: he aquí uno de los elementos más perversos de la economía mundial en nuestros días.