De la llegada de la polilla guatemalteca a la Península hay constancia desde finales del 2014, procedente de Canarias; era cuestión de tiempo, dicen los expertos, que algún cargamento de patata desde las islas trajera el bicho, con la misma facilidad con la que se ha movido durante décadas por Centroamérica y parte de Sudamérica. Dos años después, con 40 ayuntamientos del norte de España afectados por la plaga, aún se espera una respuesta contundente del Ministerio de Agricultura. El borrador de decreto de prohibición que ha ido moviendo entre el sector constata que el texto se preparaba desde el 2016, pero es muy probable que se supere el primer trimestre del año y hay que seguir aguardando a que en un despacho de Madrid se termine oficializando la orden, pasividad que se traduce en varias cosas. La primera, el desconocimiento que tienen los productores ante lo que pueden y no pueden hacer (realmente pueden hacer de todo por ese vacío del ministerio). La segunda, la inseguridad y desconfianza de miles de pequeños agricultores domésticos, de autoconsumo, y de clientes ante lo que están viendo. La tercera, un daño imprevisto a la imagen de un producto por no saber actuar a tiempo.
No hay peor ciego que el que no quiere ver. En Agricultura han podido actuar desde hace tiempo. Pero no lo han querido (o sabido, que es peor) verlo. La ceguera no es de ahora: en una durísima huelga del transporte en Galicia solo hubo respuesta de la Administración central cuando no llegó marisco fresco a la capital. Quizá ahora tengan que faltar cachelos al pulpo...