
Las trabajadoras de la industria del mar, que no han parado ni un día, se regalan un aplauso al final de cada jornada
19 abr 2020 . Actualizado a las 05:00 h.Cada lata de conserva y cada bolsa de filetes de pescado de marca gallega que entra en la cesta de la compra lo hace por la calidad y la confianza en las manos que lo fabrican. Por eso son los más buscados en los lineales y frigoríficos de los supermercados y, para tranquilidad de los consumidores, siempre están ahí, nunca han faltado en estas casi cinco semanas de largo confinamiento.
La industria gallega de los productos del mar mueve cerca de 6.000 millones de euros en ventas (1.400 las conserva y más de 4.000 millones el congelado). Y empujando ese motor están más de 9.000 empleados, el 80 % mujeres como Carmela, Belén, Sandra o Alba.
Ellas también tienen temor por sus parejas, sus hijos y los padres mayores a los que cuidan. Y aunque en sus trabajos no siempre es posible mantener la distancia de seguridad, no han dejado de acudir a las fábricas ni un solo día, porque, como dicen, al miedo hay que echarle agallas, y de eso ellas saben mucho.
«Hay mucha más demanda y estamos haciendo más horas, trabajando de lunes a sábado, siete horas y media sin parar, con cinco minutos de pausa cada dos horas para ir al cuarto de baño, porque no damos abasto», cuenta Carmela, trabajadora de Galicia Processing Seafood (GPS), en Marín. «Aceptamos eliminar la media hora del bocadillo para no estar expuestas en las zona de descanso, y las siete horas y media nos las computan como ocho trabajadas, pero es muy cansado. Fue una medida que se pensó para quince días, y ya va más de un mes».

Levantando el país
La dureza del trabajo en una planta de procesado de pescado congelado es de sobra conocida, de pie, en naves muy frías y con las manos y los pies siempre en medio de agua helada que se siente hasta en los huesos, por muchos guantes y pares de calcetines que se pongan bajo las gruesas botas de caucho.
«Ahora mismo estamos trabajando solo las empleadas de la empresa. No se ha reforzado el personal, aunque hay más trajo, para evitar riesgos con gente de fuera. El control es tremendo, nos miden la temperatura al entrar, hay mucha desinfección, el lavado de manos es constante. ¿Lo peor? La protección que tenemos que llevar, que parecemos verdugos, nos cubre la cabeza y lleva la mascarilla incorporada», afirma Belén, empleada de la planta de Fandicosta, en Domaio. «Cada día la escafandra es de un color, así la empresa se asegura de que no es una usada», aclara. «Ojalá mucha gente aprendiera de todo esto. Algunos aún se enteran ahora, al tener que estar en casa, de que tienen hijos», afirma con ironía. En su casa todos están en activo. «Mi hija trabaja en una residencia de ancianos. Gracias a Dios, no hubo contagios. Mi marido trabaja en el transporte y yo tengo que reconocer que para mi empresa esto nos vino bien. Estábamos bajo mínimos, capeando, nos iban a mandar una semana de vacaciones... Me siento mejor trabajando que metida en casa», afirma Belén, convencida de que «los sectores primarios somos los que vamos a levantar el país».

Sandra es empleada de Cabomar, en Marín, y tira del buen humor para contar cómo es la rutina de desinfección: «Cuando entramos nos dan el material, nos cambiamos, pasamos por el túnel de lavado [desinfección con gel hidroalcohólico] y a trabajar sin pegarte mucho a la compañera».
Hay que estar ahí
Su preocupación empieza al salir de la fábrica. «Mi marido trabaja y tenemos que dejar a los niños con mis padres. Nada más salir, voy corriendo a mi casa, me ducho, echo a lavar la ropa y voy a por ellos con todo el cuidado. Dejo los zapatos en la puerta, me lavo mil veces la manos... Es cansado, pero es lo que nos tocó vivir. Al salir de la fábrica, los vecinos nos aplauden y nosotras también nos damos un aplauso a nosotras mismas», afirma Sandra.

Alba trabaja en la conservera Lago Paganini, en Cangas y reconoce que los primeros días del confinamiento la que más y la que menos pasó miedo. «Tengo dos hijos con asma en casa, y los días antes de Semana Santa fueron horribles. En el trabajo notabas la tensión. Cuando una tosía, todas mirábamos, y si faltaba alguna compañera ya nos temíamos lo peor. Afortunadamente ninguna ha enfermado», relata. Alba tampoco lleva bien la necesaria protección. «Y eso que yo trabajo sentada, pero la gente que se mueve suda mucho, le falta el aire, se agobia», cuenta. Aunque ella y sus compañeras sienten el orgullo: «Sabemos que hay que estar ahí».