La victoria de Feijoo fue más aplastante que la más aplastante de las victorias de Muhammad Alí. De un golpe, mandó a todos a la lona. El caso se estudiará en las universidades, porque ganar con mayoría absoluta es extraordinario; ya nadie excepto él lo hace. Frente al jaleo de los pactos poselectorales (en Galicia, el bipartito produce de todo menos nostalgia) y al caos que viene de Madrid, se impuso su llamamiento a la estabilidad. Pero hay más, porque el «que viene el lobo» no funciona si no hay más. Al lobo hay que añadir que Feijoo fue el más creíble de los candidatos, y su imagen y su gestión al frente de la Xunta son bastante indiscutibles. Lo han dicho las urnas. Sin que ello desmerezca su victoria, cierto es que tampoco había mucho rival, y cuando lo había, tenía lío en campo propio. Envuelto Leiceaga en los perennes idus socialistas, y con Sánchez en modo pirómano, bastante ha tenido con bajar solo cuatro diputados. El BNG llegaba a las urnas con la lengua fuera producto de sucesivas traiciones (ahora les llaman escisiones), pero su candidata supo operar con notable éxito: convirtió la hemorragia en pupa casi de recreo. A Ciudadanos no se sabe muy bien si los mató el voto útil o su estrategia inútil (tan poco gallega). En Marea maquilla su resultado con un pobre sorpasso (solo en votos). Al partido instrumental le fallaron hasta Iglesias y Errejón. Su candidato tampoco anduvo fino. Solo se pareció a Beiras en el insulto. En Marea se veía primera fuerza, la autoproclamada fuerza de «la gente». «La gente» le respondió llevando a Feijoo en volandas a Monte Pío. Salvo que ahora, claro, digan que casi 700.000 gallegos (más que la suma de los que votaron a PSOE, En Marea y BNG) no es gente.