Análisis | Un cuarto de siglo del abandono del primer presidente de la democracia Cuando se cumplen 25 años de la renuncia del histórico jefe de Gobierno, permanecen aún numerosas dudas en torno a los motivos que ocasionaron su precipitada salida
28 ene 2006 . Actualizado a las 06:00 h.Sobre las causas de la dimisión del presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, a finales de enero de 1981, han circulado numerosas versiones: acoso en el interior de su partido por el sector «crítico»; acoso de la opinión pública, que contemplaba un Gobierno víctima de intrigas y personalismos; acoso de los poderes económicos ante una gestión deficiente que llevaba al país hacia una inflación y un paro desmesurados; acoso de la Iglesia por impulsar una legislación anticatólica, puesta de manifiesto, entre otras, por la ley del divorcio de Fernández Ordóñez; acoso del Ejército ante el deterioro del orden público, la escalada terrorista y las ansias soberanistas de vascos y catalanes... Frente a los que dicen que en la dimisión hubo un poco de todo, hay que preguntarse si un sector de un partido, que luego demuestra en el Congreso de Palma ser minoritario, puede llegar a derribar a un presidente; si el electorado estaba en realidad tan descontento con un político al que había votado mayoritariamente hacía menos de dos años; si la Iglesia, aún reconociendo su peso moral en la sociedad española, tenía una influencia política más propia de tiempos ya pasados -como el nacional-catolicismo-, y si la banca tenía fuerza suficiente para derribar a un presidente del Gobierno revalidado en dos elecciones generales. Aunque este último supuesto resultase afirmativo, habrá que convenir que la fuerza económica necesitaría apoyarse en la física para efectuar un acto de tal naturaleza. Se llega de esta manera a la conclusión de que fue la fuerza física representada en el Ejército, y no otra, la que obligó a Suárez a presentar la dimisión de su cargo, por mucho que él lo haya negado. Llamada de atención La primera llamada de atención había surgido a mediados de noviembre de 1980 cuando siete tenientes generales, con mando de región militar (Merry Gordon, Milans del Bosch, Elícegui Prieto, Polanco Mejorada, Campano López, Fernández Posse y González del Yerro) elevaron un escrito al presidente del Gobierno en el que le llamaban la atención por el deterioro de la situación política y social del país, y le sugerían que tomase las medidas adecuadas, por muy duras que pareciesen, para corregirla. El documento, conocido como SAM, «supuesto anticonstitucional máximo», fue, obviamente, negado por sus supuestos firmantes. Después llegó la conversación entre el Rey y Adolfo Suárez, mantenida en la estación invernal de Baqueira Beret a primeros de enero. Algunos periodistas señalaron que, en la citada entrevista, el monarca informó a Suárez de la posibilidad de un golpe duro de militares previsto para la próxima primavera y le sugirió que debía dimitir, ya que su permanencia al frente del Gobierno era una provocación para los militares involucionistas. Es improbable que esto fuese cierto, máxime conociendo la característica principal de don Juan Carlos: el respeto a la voluntad popular expresada en las urnas, y que el presidente representaba a un partido que había obtenido la mayoría en las últimas generales. De lo que si parece que hablaron el Rey y Suárez fue de la situación política del país, especialmente de la escalada terrorista en el País Vasco, pero sin que el monarca advirtiera ni presionara a Suárez en ningún grado. El Ejército También a primeros de enero, con motivo de una visita a Canarias para entrevistarse con el presidente de Venezuela, Herrera Campins, Suárez recibió al capitán general González del Yerro, quien le dijo que «si los políticos no resuelven la actual situación, el Ejército tendría que intervenir». Y el 23, o 22, de enero, tuvo lugar en un chalé de la zona noroeste de Madrid, una reunión de dieciocho generales y almirantes de los tres ejércitos y en diversas situaciones (actividad, escala B y reserva). Este encuentro no tuvo conexión con el del 18 del mismo mes en un piso de la calle General Cabrera (preparatorio del 23-F), aunque uno de los generales participantes (Dueñas) ostentó la representación de Milans del Bosch. Se trataba, en síntesis, de presentar con el mayor respeto, aunque con energía, una carta al Rey en la que se mostraba el profundo disgusto por la situación del país, y el resquebrajamiento de la unidad del Ejército a causa de las medidas tomadas por el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, y el vicepresidente de la Defensa, Gutiérrez Mellado. Al día siguiente, un miembro de la Casa del Rey, que mantenía una cordial relación con el presidente, se enteró de esta reunión y de la presentación de la carta al monarca, y se lo comunicó a Adolfo Suárez. Suárez, que tenía en mente el SAM del mes de noviembre, así como informes sobre diversas maniobras involucionistas, no quiso permanecer por más tiempo en la presidencia del Gobierno y, en un gesto que le honraría -porque el poder a casi nadie le disgusta-, solicitó una audiencia al Rey y le presentó, con todo respeto, su dimisión irrevocable, añadiendo que se podían convocar elecciones anticipadas, sugerencia que el Rey no consideró conveniente. Aunque a muchos les cueste creerlo, así fue. La frase sibilina En las primeras horas de la tarde del jueves, 29 de enero de 1981, Suárez grabó en el palacio de la Moncloa su mensaje de despedida al pueblo español, que se emitió posteriormente por RTVE. En el discurso llama la atención una frase sibilina que se resistió a suprimir: «He llegado al convencimiento de que hoy, y en las actuales circunstancias, mi marcha es más beneficiosa para España que mi permanencia en la Presidencia. Yo no quiero que el sistema democrático sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España». La mayoría de los españoles no entendieron el significado, al menos completo, de la frase. Mientras, un gesto de satisfacción surgió en los rostros de los 18 generales asistentes a la reunión del día 23 en las afueras de Madrid, que al mismo tiempo decían: «¡Por fin!».