Los minoritarios mostraron su enfado y dejaron la sesión
03 sep 2011 . Actualizado a las 06:00 h.Fue una sesión extraña, un zoco casi desde el inicio. Las negociaciones de última hora, en vivo y en directo y en pleno hemiciclo para atraerse a CiU convirtieron la Cámara en una suerte de mercado persa con ofertas y regateos. Nadie miraba a la tribuna desde la que se hablaba de reformar la Constitución. Todos los ojos estaban puestos en Josep Antoni Duran i Lleida, que hacía como que leía distraído un libro, sabedor de que era el centro de atención de todos. El portavoz de CiU parecía disfrutar con el inusual ajetreo. Primero Mariano Rajoy hablando con José Bono, luego el presidente del Gobierno dirigiéndose a Soraya Sáenz de Santamaría?
Los rumores crecieron cuando el grueso del Gobierno hizo su aparición en el hemiciclo con 15 minutos de retraso, apenas concluido un poco habitual Consejo de Ministros en el propio Congreso. Rubalcaba también llegó media hora tarde. Había estado siguiendo (mejor dicho, dirigiendo) hasta el último segundo las negociaciones para ganarse a los catalanes. Solo en dos ocasiones durante la intensa mañana, Rubalcaba se dirigió a Zapatero para informarlo.
El jefe del Gobierno pareció durante toda la sesión absorto en sus pensamientos, a años luz del follón de idas y venidas de los diputados del PP, PSOE y CiU. Ni siquiera José Antonio Alonso, el jefe del Grupo Parlamentario Socialista, se dignó a consultar con el ausente Zapatero los papeles que a medio debate le hicieron llegar desde la bancada popular. Alonso solo despachó con el candidato socialista.
Pero lo mejor estaba aún por llegar. El zoco se animó como un mercadillo en día de fiesta cuando Bono, al filo del mediodía, anunció que interrumpía «cinco minutos» para que le hicieran llegar las posibles enmiendas transaccionales antes de la esperada votación. Saénz de Santamaría y Alonso abandonaron de inmediato el hemiciclo, folios en mano y casi a la carrera.
Y fue entonces el momento de las imágenes «imposibles»: el portavoz popular de Economía, Cristóbal Montoro, acompañado de los mandos de su grupo Fátima Báñez y José Luis Ayllón, se dirigió a la bancada socialista para charlar animadamente con Zapatero, Rubalcaba, Salgado y los diputados Fernández Marugán y Carmen Sánchez.
Para entonces, el ambiente de compadreo entre populares y socialistas levantaba ampollas entre los nacionalistas y los minoritarios de izquierda. El gesto torcido e indisimulado de Llamazares era el fiel resumen del enfado del resto de los grupos, que asistía en directo, pero como convidados de piedra, a la apresurada negociación de última hora. Solo en la bancada de CiU reinaba aparente paz. Duran seguía sumergido en la lectura.
Y de nuevo otra foto de las raras: Rajoy y Salgado charlando con cordialidad en el mismísimo centro del hemiciclo a la vista de todos. Y más imágenes curiosas: Zapatero, solo, casi ignorado por los fotógrafos y con la mirada perdida en el horizonte, mientras los primeros espadas del Grupo Socialista se agolpaban junto al escaño de Rubalcaba para estudiar la última oferta que presentar a los catalanes.
Media hora
Las voces de los minoritarios arreciaron cuando los «cinco minutos» de Bono se habían convertido en cerca de media hora. Entonces, Alonso y Sáenz de Santamaría irrumpieron con más papeles y, tras una rápida consulta a Rajoy y Rubalcaba (las dudas con este se debían a su mala caligrafía) se encaminaron a todo correr hacia Duran con la última propuesta.
Cuando Bono reinició la sesión, el enfado de los diputados de IU, BNG, ERC y NaBai, que habían anunciado que abandonarían la Cámara en la votación, era más que evidente. Bono no les dejó hablar para explicar las razones de su marcha y los invitó a que se fueran ya, antes de cerrar las puertas. Se marcharon entre la algarabía general. Pero Llamazares se quedó para perpetrar su particular venganza contra PP, PSOE y CiU. Eso sí, tras vetar las dos transaccionales, no pudo irse de la Cámara porque Bono había ordenado a los ujieres que se convirtieran en cancerberos. Tuvo que quedarse en un rincón y aguantar con gesto desabrido los abucheos de sus señorías.