Su gran empeño frustrado fue salvaguardar la autonomía de la Fiscalía
19 dic 2014 . Actualizado a las 05:00 h.La dimisión de Eduardo Torres-Dulce, oficializada en la mañana de ayer cuando aún le quedaban menos de dos años como fiscal general del Estado, no sorprendió a casi nadie, salvo a personas muy contadas de su entorno profesional que, después de las últimas tormentas político-judiciales en las que se ha visto envuelto, le oyeron decir que estaba dispuesto a agotar su mandato.
Otros no tan allegados, pero del mundo judicial vieron en su decisión del pasado miércoles de posponer varias propuestas de nombramientos en el seno del Consejo Fiscal, entre ellos de fiscal jefe del Tribunal Constitucional, un preámbulo de su anuncio de ayer.
La dimisión de Torres-Dulce, el segundo fiscal general nombrado por el PP que no acaba su mandato -el primero fue su amigo Ortiz Úrculo, que solo duró ocho meses con Aznar- se produce a las pocas semanas de la celebración del referendo alternativo del 9-N en Cataluña. La postura del fiscal general ha venido siendo fuertemente cuestionada en público y en privado por varios miembros del Gobierno, que entendían que Torres-Dulce no había defendido los intereses del Estado en Cataluña.
Pero las desavenencias ya vienen de atrás. El jefe de los fiscales no apartó a las del caso Gürtel, permitiendo que siguieran al frente de una investigación, cuyo magistrado Pablo Ruz ha acabado acusando al PP de ser partícipe a título lucrativo. Las dos responsables del ministerio público han sido las grandes impulsoras de la investigación hasta la llegada de Ruz a la misma, tal y como prueban los interrogatorios, en los que ambas han venido protagonizando la mayoría de las preguntas a imputados y testigos.
La falta de sintonía de Torres-Dulce con el equipo del exministro de Justicia Alberto Ruiz-Gallardón, y de forma más clara con el de su sucesor, se agudizó cuando se hizo evidente que los planes gubernamentales sobre el futuro Código Procesal Penal no cumplían con sus expectativas porque, al menos en una primera fase, no contemplan el traspaso de la instrucción penal a los fiscales ni la adscripción funcional de la Policía Judicial a la Fiscalía, ni la dotaban de la autonomía que él considera necesaria.
Defensa de su independencia
Torres-Dulce siempre puso especial énfasis en marcar distancias con el Gobierno que lo ha nombrado, pero que no está facultado por ley para cesarlo. Así lo evidenció durante la última comparecencia en el Congreso el pasado 26 de noviembre, cuando manifestó que no se le puede decir que sea proclive al Gobierno de Rajoy. Citó como ejemplos que avalan su independencia de criterio el haber sido él quien solicitó la prisión del extesorero del PP Luis Bárcenas y que ha mantenido posiciones contrarias al Ministerio del Interior en los casos Bolinaga y Matas. «No toleraré nunca que el Gobierno me diga lo tengo que hacer, porque sería un delito», había afirmado, para añadir de forma categórica: «Si tengo que sostener posición contraria al Gobierno la sostengo».
¿Por qué ahora?
Torres-Dulce era el gran protegido de Ruiz-Gallardón. Eran y siguen siendo amigos personales, pero nunca han ocultado sus discrepancias, ni en público ni en privado. Gallardón cayó hace casi tres meses. Su sucesor y el fiscal general dimisionario solo se han visto una vez desde que Rafael Catalá accedió al cargo. Fue en la ronda de visitas protocolarias que el nuevo ministro hizo tras su nombramiento. Cuentan que en esa visita el actual titular de la cartera de Justicia, consciente de que no le podían cesar, le dejó claro que el Gobierno vería con muy buenos ojos que dejase el cargo por voluntad propia.
En medios judiciales se da por hecho de que Torres-Dulce buscaba reacomodo desde hace meses e incluso se postuló, sin éxito, para algún puesto que se cubrió a comienzos del pasado verano. Desde entonces, la presión política a la que se vio sometido fue a más. Por eso, dicen quienes le conocen, imitando a su admirado John Wayne, optó por gastar la última bala que le quedaba en la recámara: la dimisión.