Para hacer sus barricadas, los soldados se hicieron con los libros de su magnífica biblioteca, que se había dotado con casi 150.000 volúmenes justo antes de la guerra
26 nov 2016 . Actualizado a las 12:21 h.En 1936 todo estaba listo para la inauguración en octubre de la Ciudad Universitaria de Madrid, que iba a ser uno de los centros de enseñanza superior más grandes del mundo. Pero cuando llegó la fecha tan solo estaban terminadas algunas facultades. Y además había estallado la guerra. Así que los edificios no los inauguraron los estudiantes y los profesores, sino los combatientes republicanos y franquistas, que libraron allí una de las batallas más encarnizadas de la guerra. Se intercambiaron entonces disparos entre la Facultad de Medicina y la de Farmacia, se lanzaron obuses contra la Escuela de Arquitectura. La bandera de la CNT ondeó sobre Ingenieros Agrónomos y la de la Legión sobre el Instituto de Higiene. De aquella extraña metáfora de la cultura y la barbarie hizo estos días justo ochenta años.
Como en Madrid vivo a solo una parada de metro de la guerra civil, decidí ir a dar un paseo por allí. En concreto, quería visitar Filosofía y Letras como homenaje personal a un héroe olvidado. El combate fue especialmente feroz en esa facultad en la que se luchó piso por piso, en cada rellano de escalera, a la bayoneta en el salón de actos y con bombas de mano en el aula magna. Para hacer sus barricadas, los soldados se hicieron con los libros de su magnífica biblioteca, que se había dotado con casi 150.000 volúmenes justo antes de la guerra. Y así continuó la batalla durante días: los franco-belgas y alemanes de la XI Brigada Internacional parapetados tras los volúmenes de Hegel y Kant; los marroquíes de la Columna Asensio, tras las obras de Spengler y Bergson.
Por razones obvias, los combatientes desechaban los libros delgados (San Juan de la Cruz, Descartes) y se procuraban los más gruesos. Alejo Carpentier, que estuvo en España, cuenta que los preferidos eran Voltaire, Victor Hugo, Galdós… Bernard Knox, un voluntario inglés que llegaría con los años a convertirse en un gran helenista experto en Sófocles, calculó exactamente el volumen ideal de un libro para esta función: según sus observaciones, las balas tendían a detenerse a la altura de la página 350.
Incluso cuando acabó la batalla y se estabilizó el frente, los libros siguieron allí, comidos por la humedad y el polvo. Se conserva una carta que un miliciano de la 40 Brigada Mixta escribió a su primo en el dorso de la página título arrancada de un tratado francés del siglo XVIII.
Fue entonces, mientras la Ciudad Universitaria era aún un sitio muy peligroso, cuando Ángel López se puso a recoger pacientemente los libros más valiosos. Lo hacía por su cuenta y los iba llevando a Madrid poco a poco, aprovechando la camioneta del rancho que volvía de vacío. Gracias a él se salvaron cientos de manuscritos e incunables, que él llevaba apretados contra el cuerpo para que no se descuadernasen por el camino.
Ángel López era simplemente un bedel de la facultad. Cuando acabó la guerra, lo fusilaron contra una tapia del cementerio del Este -él es el héroe olvidado al que yo quería recordar-.
La Ciudad Universitaria quedó abandonada y los madrileños se dedicaron a rebuscar los libros entre los cascotes para venderlos por cuatro perras y poder comer. Hay testimonios dispersos que nos dicen que todavía doce años después aparecían algunos a la venta en la Cuesta Moyano, o en una trapería de la calle Valverde donde se destinaban a pasta de papel, o en una pescadería donde se usaban para envolver el género. Solo se salvaron las dos terceras partes del total. Y dicen que aún hoy, si pides un libro en la biblioteca de Filosofía y Letras, te puede tocar uno con un agujero en medio del tamaño de una moneda de céntimo.