A Pedro Sánchez le pareció corto el acto de promesa. No me extraña: realmente ha sido llegar, dar el cabezazo al rey, prometer ante la Constitución y hacerse la foto. Tanto tiempo preparando estrategias y buscando aliados para llegar a ese momento, dos elecciones generales, tres días de debates, cuidado de que ningún diputado caiga en algo parecido al tamayazo [el voto de dos diputados electos por el PSOE contra su propio candidato en la Comunidad de Madrid que impidió la investidura de Rafael Simancas tras las elecciones autonómicas del 2003] y ese momento se convierte en lo que se llama «el minuto de gloria». Ni un segundo más. Le queda como compensación verse después en la tele y contemplarse hoy en las páginas de los periódicos. Estuvo bien el rey al responderle con la sabiduría del viejo que no es: «Rápido y sin dolor; el dolor viene después». Quizá le faltó decir: «cuando pase la anestesia».
Claro que viene después. Quizá nada más salir de la Zarzuela, subirse a su coche y regresar a la Moncloa. ¿Cómo será ese instante? Sobre la mesa, la lista de ministros que tiene que nombrar y, sobre todo, la de ministros que tiene que cesar. Una llamada pendiente de Pablo Iglesias. Un aviso de Torra que quiere subirse a la mesa que negoció Gabriel Rufián. Un informe sobre los sucesos de Irán. Un resumen de las críticas de los periódicos. Un debate consigo mismo sobre cuáles deben ser las primeras medidas del primer Consejo de Ministros. Un vistazo a la prima de riesgo, que también inviste a presidentes. La necesidad de tranquilizar al país que tiene miedo al bipartito y a los independentistas. Todo es urgente, inaplazable, quema las manos. Ha empezado el dolor.
Tiene que ser fascinante la primera jornada de un jefe de gobierno. Seguramente es el día en que más necesita, como los césares de Roma, un esclavo —bueno, un asesor— que le vaya diciendo «recuerda que eres humano». O aquello que el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero comentó a su mujer: «te sorprendería saber que hay miles de personas que podrían ocupar este puesto». Pero entre esos miles, el elegido es él. Mira el mapa de España y lo ve como su territorio, sobre el que puede mandar y administrar premios y castigos. Si fuese católico, rezaría. Como es agnóstico, se encomienda a sí mismo y a sus equipos, que tanta eficacia demostraron al organizar su supervivencia.
¿Y qué vería en aquel recinto un nuevo Diablo Cojuelo que tuviese capacidad de observar sin ser visto? Se quedaría sorprendido al comprobar que el inquilino se siente como si estuviera estrenando ese despacho, aunque lleva año y medio ocupándolo. Vería que todo lo que ha dicho en la investidura sobre la pobreza infantil, los desequilibrios, las injusticias, lo que hay que arreglar, parece que es herencia, «difícil situación heredada» de otro gobierno. Y el hombre del dolor anunciado se sentará en la silla que ya conoce y se dirá: «el dolor puede esperar».