El rey que primero asentó la monarquía y luego la debilitó

César Coca MADRID / COLPISA

ESPAÑA

Llegó al trono en medio de muchas dudas, ganó su legitimidad el 23-F, tuvo años de gran prestigio pero luego cayó el velo que cubría a la Casa Real y su figura ha quedado muy dañada

03 ago 2020 . Actualizado a las 20:41 h.

Hace solo quince años, Juan Carlos I parecía el rey que había cerrado, o al menos atenuado hasta un nivel casi puramente teórico, el debate siempre complicado en España acerca de la forma de Estado. Nacido en el seno de una familia que tuvo que marchar al exilio por los errores cometidos en el desempeño de lo que el monarca emérito llamaba oficio, recibió una educación que debería haberlo puesto a salvo de algunas tentaciones. Luego se curtió en el campo de batalla que fue la Transición, caminando por el borde del precipicio junto a Adolfo Suárez, un funambulista que como ha escrito Javier Cercas había asumido el espíritu del general Della Rovere.

Juan Carlos I, con Adolfo Suárez y un joven príncipe Felipe
Juan Carlos I, con Adolfo Suárez y un joven príncipe Felipe

Alcanzó la cima de su prestigio cuando salió vestido con uniforme militar a parar el golpe de Estado del 23-F, vivió unos años de reconocimientos nacionales e internacionales y luego, quizá a falta de grandes retos a los que hacer frente en un país aburridamente normal -al menos esa es la opinión del historiador Paul Preston- empezó a distraerse en ocupaciones poco recomendables, amistades peligrosas, negocios nada transparentes y viajes secretos. El efecto de todo ello ha sido colocar a la monarquía en una situación delicada, en el momento de mayor crispación política en décadas y en la primera fase de una durísima crisis económica. Triste final para un monarca cuyo balance en cuanto a los rasgos de la Historia con mayúsucula es, a juicio de los especialistas, muy positivo porque contribuyó en gran medida a que España volviera a ser una democracia.

Biografía marcada por las dudas

La biografía de Juan Carlos de Borbón está marcada por las dudas hasta la primavera de 1976. Dudas sobre el devenir de su familia, que cuando él nació, en 1938 en Roma, llevaba ya casi siete años en el exilio. Dudas sobre sus posibilidades de llegar algún día al trono, pese a que su padre y Franco habían negociado acerca de su formación y su papel tras la muerte del general. Dudas sobre su personalidad y trayectoria vital, alimentadas por el accidente en el que disparó contra su hermano, que murió cuando tenía solo 14 años en lo que parece la desgracia de un juego estúpido. Dudas, en fin, sobre si, una vez en la Jefatura del Estado, lograría permanecer en ella más allá de un par de años. No en vano en muchos círculos de todo signo político lo llamaban Juan Carlos I el Breve. Lo hacían los añorantes de la dictadura, que soñaban con una asonada militar que terminara con el proyecto de una monarquía parlamentaria. Y lo hacían también los más radicales a la izquierda, convencidos de que era el momento justo para restaurar la República.

El discurso en Washington

En junio de 1976 las dudas terminaron. Fue en el Capitolio de Washington, durante el primer viaje oficial de los Reyes a EE UU. La clase política de aquel país no las tenía todas consigo respecto de lo que el joven monarca -tenía solo 38 años- iba a hacer. En un célebre discurso, Juan Carlos I anunció que «la Corona asegurará el acceso al poder de las distintas alternativas de Gobierno, según los deseos del pueblo libremente expresados». Era la piedra angular de su intervención y le valió regresar a España con el apoyo expreso de la Casa Blanca. La oposición al franquismo, tanto la interior como la que aún no había vuelto a pisar el país, empezó a pensar que podía ser así. Que iba en serio. Cuando apenas unas semanas después cesó a Arias Navarro reforzó esa impresión.

Con su celebrada campechanía, un sentido del humor peculiar, una cercanía que cautivaba incluso a los críticos, mano izquierda y el apoyo de Adolfo Suárez, hizo posible una transición pacífica. Que no fue perfecta, pero según los historiadores fue la mejor de entre las posibles. Y que se cerró cuando el 23-F, sobre el que aún quedan algunos puntos oscuros, paró el golpe de Estado. Empezaba el período de gloria.

Juan Carlos I, al fondo, en la firma del Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, el 12 de junio de 1985
Juan Carlos I, al fondo, en la firma del Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, el 12 de junio de 1985 MANUEL H. DE LEON

Una gloria que coincidió casi exactamente con el paso de Felipe González por la Moncloa. Por paradójico que parezca por tratarse de un socialista, no ha habido otro presidente del Gobierno con quien se haya llevado mejor. Porque si con Suárez compartió los riesgos de los años del ruido permanente de sables, con el político sevillano vivió la gran transformación económica, social y cultural de España. El trato que tuvieron Juan Carlos y González fue excepcional. Tanto que tuvo como efecto pernicioso que se extendiera un tupido velo en torno a la familia real y sus actividades.

Fueron años de tranquilidad para el monarca. Ya no había dudas ni debate. Los juancarlistas de toda condición, monárquicos sobrevenidos, parecían legión. Los republicanos aceptaban al rey y situaban la discusión sobre la forma de Estado en un futuro más bien lejano. Cuando todos los españoles vieron cómo las lágrimas se deslizaban por su rostro durante el funeral por su padre, en abril de 1993, se hizo además humano. Era el hijo que, pese a las desavenencias que tuvo con su progenitor, lloraba su pérdida. Veinte años más tarde, en una entrevista con Jesús Hermida, confesaría que en ese momento estaba haciendo balance de lo que su padre había supuesto para él y tomaba conciencia de que quedaba «en la primera línea del frente». Solo diecisiete meses después de esa confidencia, abdicaba.

¿Cuándo empezó a agrietarse la protección de la que gozaba la Casa Real? No hay una fecha exacta, pero sí una suma de acontecimientos. Hubo en la familia bodas quizá inadecuadas y noviazgos que el monarca tuvo que vetar. Manuel Prado y Colón de Carvajal, su asesor financiero durante veinte años, fue juzgado y condenado a pena de prisión por una operación irregular aunque fuera en negocios ajenos al monarca. Comenzó una decadencia física imposible de ocultar después de varios accidentes de tráfico y en actividades deportivas. Lo sometieron a intervenciones quirúrgicas complejas en centros médicos privados, lo que le supuso no pocas críticas. Ya no se hablaba del Rey solo para destacar los buenos resultados de su labor como embajador económico y político o su participación en las regatas de cada verano en Mallorca.

El detonante

El velo cayó para siempre a consecuencia de un asunto menor. En noviembre del 2007, durante la Cumbre Iberoamericana celebrada en Santiago de Chile, Hugo Chávez interrumpió reiteradamente a Rodríguez Zapatero. En tono airado, el rey se volvió hacia el presidente de Venezuela y le dijo: «¿Por qué no te callas?» Una intervención muy poco diplomática para afear la conducta muy poco educada de otro participante. Lo que en otro momento no habría pasado de una anécdota, otra muestra más de la campechanía del monarca, fue el detonante de una salva de críticas que desde entonces no han cesado.

El rey Juan Carlos I y Hugo Chavez en Mallorca, en el 2008, un año después del desencuentro que mantuvieron en la Cumbre Iberoamericana del 2007, con el famoso «¿Por qué no te callas?»
El rey Juan Carlos I y Hugo Chavez en Mallorca, en el 2008, un año después del desencuentro que mantuvieron en la Cumbre Iberoamericana del 2007, con el famoso «¿Por qué no te callas?» Ballesteros

Además, como para avalar el dicho popular de que los males nunca llegan solos, los problemas de salud se multiplicaron; la infanta Elena se divorció tras un episodio de «cese temporal de la convivencia» que fue materia prima para centenares de chistes; su yerno Iñaki Urdangarin fue condenado a pena de cárcel por varios delitos económicos, en un proceso en el que también estuvo acusada la infanta Cristina, luego absuelta; un elefante de Bostwana consiguió una fama póstuma que resultó devastadora para la imagen del rey; y una amiga demasiado dada a la exhibición y con verbo fácil no hizo sino empeorar las cosas.

El problema pareció resolverse, siquiera en parte, con la abdicación. Hubo un debate intenso pero breve sobre la monarquía, que pronto se paró a la espera de ver la actitud del nuevo rey. Juan Carlos, convertido en rey emérito, pasó a un segundo plano. Se sabía de sus viajes, de comidas con amigos, asistencia a corridas de toros y visitas a monarcas árabes. También se conocían sus problemas de salud. Era ya un personaje más de las revistas del corazón que de los periódicos.

Hasta que comenzaron las informaciones sobre cuentas en el extranjero, comisiones cobradas por operaciones económicas de gran entidad, regalos; toda una vida que discurría paralela a la pública. Las primeras noticias que hablaban de sumas cuantiosas coincidieron con el agravamiento de la pandemia; el peor momento, con un país perplejo y dolorido y la clase política enzarzada en una pelea de formas barriobajeras.

En caída libre

Su figura entró en caída libre. Casi la mitad de los españoles no habían nacido en 1981 y el golpe de Estado y la aparición del monarca a media noche en TV para ordenar a los militares que volvieran a sus cuarteles no les suscita nada en absoluto. Ningún temor. Ningún respeto por la figura de quien lo paró. Llegaron a la edad adulta cuando Juan Carlos ya no ejercía tan bien su oficio. Son ellos quienes junto a los republicanos de toda la vida y algunos juancarlistas muy decepcionados subrayan la debilidad de la monarquía. La España de hoy solo se parece a la de 1975 en una cosa: en las dudas.