
La teología medieval sostenía que el monarca no podía morir nunca porque tenía dos cuerpos: inmortal e incorruptible el uno, perecedero, destinado a la historia, a los cementerios bajo la lluvia, el otro.
La monarquía en España fue previa al Estado moderno y también a la nación española, en cuya empresa tuvo un papel protagonista. Pero a diferencia de Gran Bretaña o de Francia, los reyes españoles han carecido siempre de aquel doble cuerpo simbólico. Ni ungidos ni coronados, los monarcas en España ofrecen un aspecto hondamente humano: guerreros, burócratas, cazadores… Nada hay de divino, por ejemplo, en el retrato de Felipe II de Sofonisba Anguissola, sino el abismo de suprema sencillez funcionarial que el alma del rey supo cavar para preservarse del mundo. Entre grises y sepias, su coetánea Isabel de Inglaterra oculta, en cambio, su naturaleza mortal con la complicidad del anónimo artista de la National Gallery londinense que la ve como Astrea, la diosa de la Justicia. El niño con pinta de idiota —Carlos II el hechizado— de Carreño de Miranda se pregunta si el hecho de ser rey es una buena o una mala broma. Pisa tierra Carlos III, retratado por Mengs, respondiendo en su sincera frialdad al ideal ilustrado de su reinado, y hay un verismo justiciero en la estampa vulgar y alelada de Carlos IV y su familia pintados por Goya en Aranjuez. Por el contrario, la grandeza francesa, aunque sea revolucionaria, tiene algo de hierático que el neoclasicista Louis David reflejó al perpetuar a Napoleón en el triunfo sacralizado de su coronación.
Tal vez haya sido esta naturaleza cotidiana y temporal de la monarquía española la que haya ahorrado a sus representantes el vía crucis de otras majestades europeas. La explosiva relación de amor y odio entre esos dos sujetos de la política moderna que eran Pueblo y Rey puso en peligro de muerte el trono en más de una ocasión. Pero desprovistos de la inmortalidad imaginada por los soberanos franceses e ingleses, los españoles pudieron ser desposeídos de su corona sin el requisito de perder la cabeza en la guillotina. Bastaba con exiliarlos y luego, si se portaban, bien recibirlos de nuevo. Con naturalidad se despiden reyes, y con una parecida emoción se les vuelve a poner en su sitio. Por ello, las manifestaciones de entusiasmo de los madrileños al expulsar a Isabel II volvieron a repetirse al cabo de seis años al recibir a su hijo, el restaurado Alfonso XII. Pues esa especie de normalidad con los reyes ha hecho que en España no haya habido nunca ni un fuerte monarquismo ni un exacerbado antimonarquismo.
«Si en el año 1931 la monarquía fue el problema en España, en 1975 fue al final la solución»
Fruto de una restauración monárquica le llegó la hora al rey Juan Carlos cuando Franco pensó en él, confiando equivocadamente que todo iba a quedar atado y bien atado. Ocurrió todo lo contrario: con él al frente del Estado, el país se transformó de forma inesperada y sorprendente en una democracia plena. Si en 1931 la monarquía fue el problema, en 1975 fue la solución. En el imaginario de la mayoría de los españoles, la República seguía siendo el régimen que había provocado la guerra civil. La izquierda, sin embargo, alimentaba una fervorosa tradición republicana que no impidió a socialistas y comunistas aceptar con sentido práctico la monarquía, al considerarla un buen instrumento para la reconciliación y ver en Juan Carlos I un rey que deseaba serlo de todos los españoles y no solo de una porción de ellos, como pretendía quien le había nombrado su heredero. La Historia reconoce su extraordinaria labor en aras de la modernización integral de España, y ni sus devaneos amorosos ni su voracidad financiera deben despojarle del honroso lugar bien merecido que los historiadores le han adjudicado entre las glorias de nuestra patria.
Una vez más, el exilio ha sido el recurso que, con división de opiniones entre los españoles, el Gobierno ha empleado para destacar la ejemplaridad moral exigible a la Corona en el momento en que algo olía a podrido en Dinamarca.
Pero el asunto no termina en lo que se quiere vender como labor terapéutica del reinado de Felipe VI cuando innumerables extremistas de palabra, embadurnada con dos de los grandes errores de la humanidad —el nacionalismo y el comunismo—, se entregan insaciablemente a la destrucción de la monarquía como requisito entre los separatistas de afirmar sus utopías patrióticas. La república es proclamada en Cataluña y en el País Vasco para romper con el Estado y con la nación española. En estos tiempos de ríos revueltos y de ganancia de pescadores, la monarquía es presa fácil de esos falsos republicanos que encuentran catecúmenos entre los millones de españoles a los que se les ha expropiado de las vinculaciones culturales de una sociedad democrática para creerse a salvo en el arraigo primitivo de un paisaje inconsciente.
El entusiasmo incendiario de los ignorantes contra la monarquía pasa a revestirse del prestigio de quienes tienen fe en algo, frente a la esquiva prudencia de quienes se expresan a media voz. No es por la fuerza de sus argumentos por lo que nos están ganando, sino por su griterío y la incomprensible debilidad de nuestro ánimo.